

I
Con contradicciones y desplantes, Cristina siempre fue una mujer entera. Al conocernos, podría jurar que no éramos las personas indicadas para ser amigos. Ella consideraba mis posturas, como dogmáticas. Yo le señalaba cierta dualidad, que indicaba, según mi punto de vista, falta de definición. Una amiga común me acercó poemas escritos por ella. Con la honestidad y la soberbia de los veinte años, critiqué su falta de compromiso. Al poco tiempo me invitaron a una reunión informal, en casa de amigos. Marta, la dueña de casa, me recibió acompañada de una desconocida. Pelo negro, estatura mediana, delgada, elegante, ojos negros, de mirada franca. No eran un rostro y una figura que pasaran desapercibidos. No era algo físico. Emanaba de su interior y se transmitía en cada movimiento. Marta la tomó de un brazo, y con una pícara mirada, me dijo: - Te presento a Cristina. Ya le comentaron tu opinión sobre sus poemas. Advertido de su temperamento, me preparé para un enfrentamiento, ejercicio que debo confesar, me encantaba. Le extendí mi mano. Mirándome fijo a los ojos, me dijo: - Vos y yo tenemos mucho de qué hablar. Nuestra amistad se modeló al calor de la época. Eran mediados de los sesenta. Estábamos seguros que todo estaba al alcance de nuestras manos. Transformar el mundo como objetivo de partida. En la medida en que profundizábamos nuestra relación, sumábamos coincidencias, afinidades. No eran sencillas ni obvias. Nos descubríamos en las cuestiones de fondo, pero disentíamos en las formas. Cristina militaba en la Juventud Peronista. Reunía tan amplio espectro de amigos, que no permitía códigos ni círculos. Iban y venían. Ella era el puerto, la calma de la sala de espera y el abrazo del andén. A veces también partía. Se internaba en sus pasiones abandonando todo equipaje en el camino. Cuando traía sus restos de regreso, me buscaba. Era una profesión reconstruirnos. Nuestra discusiones eran apasionadas, pero sin rencores. Amanecíamos discutiendo a Perón, a Marx, a Jesús. Escuchando a Pugliese, Mercedes, Los Beatles, Beethoven. Leyendo a Pablo, a la tristeza de Vallejo o a la fuerza de Tejada Gómez. En algún momento de nuestra relación, creímos enamorarnos uno del otro. Pero no al mismo tiempo. Cuando me sucedió a mí, ella había partido a alguna de sus azarosas aventuras. Cuando creyó sentirlo ella, yo estaba inmerso en mi vocación de redimir al mundo. La primera vez que no tuve respuestas para un adiós de mujer, la busqué en su pecho, Ella me trató con antigua sabiduría de mujer. Me rodeó de ternura. Me enseñó la importancia de llorar. Con delicadeza me quitó cada espina de rencor que me pudiera haber quedado, como quien me depila el alma. Me ayudó a saber que todo final duele, pero menos si uno se va entero. Cuando mi angustia tomó un cauce más sereno (ya en la madrugada) me llevó a la cama. No fui su amante. Fui un niño que buscaba volver a un vientre de mujer para estar protegido. Luego, como una buena madre, me sacó de su lado y me devolvió al mundo.
II
- Cristina. el sábado hay un casamiento en la Villa de Retiro ¿Querés venir? - Por lo menos decime quien se casa - Una pareja de bolivianos. Son de la Federación de Villa de Emergencia. Entramos por la Avenida Maipú, al fondo de Retiro. Mientras avanzamos por los pasillos de la villa, sentimos la tensión del momento que estamos viviendo. No se trata de saber si caerá el gobierno de Illia, sino cuando. Onganía no promete diálogo con los villeros, ni con nadie que disienta. La reiterada amenaza de las topadoras se siente muy próxima. La fiesta del casamiento está en su apogeo. Parece una fiesta latinoamericana. Paraguayo, peruanos, chilenos, uruguayos, brasileños. Por supuesto, bolivianos y naturalmente provincianos, en su mayoría del norte argentino. En un patio común, en medio de las casitas, están ubicadas las mesas, hechas con largos tablones sostenidos por caballetes. Los vecinos llegan con sus sillas, también con tablones que sostenidos por pilas de ladrillos se convierten en bancos ubicados alrededor del patio. La comida es el resultado de la colaboración solidaria. De ahí, la mezcla de tamales, empanadas, chipá, asado. En una de las cabeceras de la mesa central, los novios reciben los saludos, acompañados por el Padre Mujica. Debe haber muy pocos que conozcan el nombre de ella. Para todos es Lunita. Una belleza coya. Cabello largo, más negro que la noche. Baja de estatura, pero con una mezcla de gracia y altivez, sugiere mayor altura. Pómulos ligeramente salientes, que alteran la redondez de su cara. Ojos negros. Su piel es morena, pero no moreno tierra, que parecería ser la marca de la degradación de la raza, sino un color fresco, que en determinados momentos refleja destellos dorados. Cuerpo armonioso. Parecería que Lunita sólo tiene como expresión, la sonrisa. Pero en situaciones graves, su gesto es firme y decidido. Gabriel es un boliviano típico. A primera vista no hay nada en él que lo destaque. Sin embargo no tiene la actitud de humildad, rayana en la sumisión, que unifica a la gente del altiplano, trasladada a las grandes ciudades. Durante toda la noche llega toda la gama de artistas populares, aficcionados y profesionales. Algunos de la villa. Dirigentes políticos, sociales, religiosos. Los motivos son diferentes. En los artistas, la actitud es transparente, la solidaridad con uno de los sectores más olvidados y combativos. En los dirigentes, los objetivos no son tan claros. En otros ámbitos, la presentación de un libro, el estreno de una obra de teatro, o de una película, son citas ineludibles para mostrarse. En algunos círculos políticos, cualquier acontecimiento en la villa, tiene el mismo simbolismo. Cristina se encuentra con conocidos y la pierdo de vista. Cerca de madrugada, la busco para irnos. La encuentro en una de las casillas acondicionada para que duerman los chicos de los invitados. Son una legión, pero están perfectamente acomodados y abrigados. La acompaña Lunita. Por lo que escucho y luego me cuenta, hablaban de los problemas de la educación en la villa. Lunita es una de las que dirige el tema. Mientras nos retiramos, Cristina permanece en silencio. Tomaos el 6, nos bajamos en Congreso. Entramos al bar Suárez a tomar el café con leche de la madrugada. Ella mantiene su silencio largo rato. De pronto me sorprende al correr el telón de una parte de su vida anterior, No suele hablar de su pasado. - Cuando tenía cuatro años, me mandaron a un internado. Habla como para sí misma. Yo no digo nada. Entiendo que tiene necesidad de hablar. - Estuve hasta los diecisiete. Entonces me escapé. Aprendí a pelear la vida, porque me crié en un infierno. Como si abriera una compuerta, se inundó de recuerdos. Casi todos muy duros. . Desde que me fui, nunca volví a ver a nadie de ese lugar. Esto que vi esta noche, lo que me contaron acerca de los chicos, me emociona. No hay dudas que lo hacen con amor. Pero no me gustan los planes colectivos para chicos colectivos. Quiero ser yo. Que cada uno, sea uno. Por eso nunca podré integrarme a un partido que lo tenga todo planificado. No voy a aceptar la invitación de Lunita, a participar en su trabajo. Trataré de ayudar en lo que pueda, pero no quiero sr parte.
III
Un par de semanas sin vernos. El tiempo resultaba corto para todo lo que pasaba. El gobierno radical, finalmente había caído sin ningún reflejo de defensa. Onganía hizo sentir la dureza de los militares, también cayó. Levingston fue fugaz e intrascendente. Finalmente teníamos que enfrentarnos a Lanusse. Er una vorágine que no respetaba tiempos interiores. A la salida de la oficina decidí visitarla. El colectivo me dejó a una cuadra de su departamento. Al llegar a la esquina, creí notar movimientos raros (aprendimos a vivir en alerta). Busqué un teléfono y la llamé. Me contestó una voz extraña, esto no era raro; su casa era un permanente refugio de solitarios y desamparados. La voz me dijo que Cristina no me podía atender, pero me esperaba. La alarma continuaba, llamé a algunos amigos, no sabían nada. Por fin, Marta me citó en un bar de Rivadavia y Medrano. En pocas palabras, me puso al tanto. Cristina estaba detenida. La policía había allanado su casa y permanecía en ella, con la intención de detener a todo el que fuera a buscarla. El amigo de un amigo, de paso por Buenos Aires, le pidió alojamiento por unos días. Nunca le dijo que pertenecía a una organización armada. Estábamos en los comienzos de los años 60. No habíamos llegado a la cresta de la ola de terror y de masacre. No fue fácil, pero tampoco una epopeya, sacarla. Lugo, nos peleamos. Yo le reproché su inconsciencia. Desde el apogeo de mi verdad histórica, no le perdonaba habernos puesto en peligro por un “equivocado”. No lo discutió, Simplemente me echó de su casa. Pasaba el tiempo y nos manteníamos alejados. Ninguno de los dos, atinaba a dar el primer paso. A nuestros gigantescos ideales, no les cabía una soberbia menor. Periódicamente me llegaban noticias de ella, que simulaba no escuchar. Si no las tenía, buscaba sin hacer preguntas directas. La situación se ponía cada vez más dura. Persecuciones, terror; crisis íntimas y colectivas, desapariciones; rupturas, desencuentros, traiciones, heroísmos. Nos llevó tiempo y vidas, entender que el juego había cambiado. Nunca había sido un juego, Los represores, lo tenían más claro. Tuvimos que aprender una forma distinta de militancia. Incluso una forma distinta de vivir y de relacionarnos. Cuidarnos, no sólo por nosotros, sino especialmente no comprometer a quienes nos rodeaban. Cuidarnos de quienes nos rodeaban. Aprender a conocer nuestros límites, sin teorías ni romanticismos. Finalmente me veo obligado a sumarme a la numerosa caravana de exiliados.
IV
1982. Regreso y mi encuentro fortuito y casi de inmediato con Marta. Del universo que conocíamos no quedan sino señales. Como en toda catástrofe, la dispersión fue general y en todas direcciones. Muchos de los que pudieron irse, no quieren volver. Algunos se quedaron, para hacer lo que pudieran, otros para olvidarse. Están los que se quebraron, la peor forma de morir. Marta me cuenta, que con Cristina me buscaron mucho tiempo, luego, ellas también se perdieron de vista. 1983. Estoy en la Feria del Libro, con un grupo de escritores tucumanos. Estamos en el bar y aparece Cristina. Nos sentamos en un rincón, apartados de los demás. Pone una mano en la mesa y me la ofrece. Al estrecharla, es nuestra historia la que apretamos. Sentimos la presencia del tiempo que se nos fue. Del tiempo que nos mataron. - ¿Cómo estás? - ¿Y vos? A la madrugada estamos en un bar del Once. Tenemos una vida para contarnos. Al poco tiempo de desconectarnos, conoció a un hombre algo mayor que ella. Por su trabajo y militancia. recorría el país. Una mañana, Cristina desayunaba, cuando escuchó su nombre en la radio. Muerto en un atentado. No se detiene a contarme su dolor, nos conocemos. Sí, que al renunciar Cámpora, tiene que salir del país. Ya de mañana, la acompaño a la estación, está viviendo por Ramos Mejía. Cuando se decide a subir al tren, nos damos un abrazo interminable. Unos días después, me invita a su casa. Vive en pareja. Durante el viaje, me cuenta, Conoció a Daniel en Europa. Apenas llegada, Cristina se incorporó a una Comisión de ayuda a los presos, políticos. Allí lo conoció. Él había logrado la opción de salir del país, después de cinco años en la cárcel de Rawson. El mismo Daniel, me pone al tanto de su historia. Desde el comienzo de su tragedia, su objetivo fue recuperar a su compañera. Los habían secuestrado juntos. Estuvieron un corto tiempo en el mismo lugar, luego comenzó el peregrinaje de Daniel por centros de detención. Casi un año después, llega a la cárcel. Le llegan rumores, la vieron, pero no precisan cuándo ni dónde. Desde su libertad y a la distancia, intenta averiguar lo imposible. Me confía con voz serena, que más de una vez se preguntó si había existido realmente. Al volver al país, acude a todos los medios, partidos políticos, familiares, liberados. También se ve en la necesidad de atender a su propia supervivencia. Reacomodarse en un país distinto, él, un hombre extraño. Sin un pedazo fundamental de su pasado, sin claridad en el futuro. Su reencuentro con Cristina.
V
Cristina trabaja en una empresa metalúrgica, colabora en una revista, escribe una novela. Daniel no anda bien, estuvo mucho más comprometido. Algunos mecanismos represivos siguen funcionando, los del Estado y los internos, agazapados en las cobardías personales. No puede regularizar su situación, no consigue trabajo efectivo. Es un desocupado con conciencia y con memoria. La lucidez pareciera ser una carga pesada para estar en medio del río. Es un tiempo distinto. No hacemos ni la mitad de las cosas que acostumbrábamos. Los pedazos que nos faltan, no nos dejan recuperar el ritmo. Es como si nos faltara tiempo. También eso nos robaron, nuestro tiempo. Lo conversamos con Cristina, debemos recuperarlo. Tenemos que sumarnos y sumar en la recuperación de la utopía. Construimos el hábito de frecuentarnos. Su casa o la nuestra, son refugios para los cuatro, Cristina y Daniel; Leonor y yo. No es un rincón de la nostalgia. Es la posiblidad de compartir esperanzas, desacuerdos, problemas cotidianos, dudas. Cuando necesitamos, volvemos al pasado, lo analizamos, lo discutimos, no le permitimos que nos detenga. Más de un mes sin vernos. MI compañera está de viaje. En su ausencia, aprovecho para desarrollar proyectos que tenía demorados y que absorben todo mi tiempo. Cristina me llama a la oficina, necesita verme con urgencia. Le propongo vernos esa noche en su casa. Me dice que no, que me espera a la salida del trabajo, en un bar cercano. Salgo un rato antes, llego al bar demasiado temprano. Sin embargo, Cristina ya está esperando, no me ve entrar. La observo mientras me acerco. Es más que una angustia lo que trasciende de ella. Le doy un beso, me siento y puedo percibir su esfuerzo para regresar del dolor. Me pone al tanto sin introducción - Vos sabés que Daniel y yo, siempre que podemos, vamos a la ronda de las Madres, en la plaza. Dos jueves seguidos no fuimos. El primero, porque estuve muy resfriada, el segundo, porque él anduvo mal en las ventas y trabajó hasta muy tarde. Hace unos días tuvimos la visita de dos Madres. No es raro que vengan. Charlamos de mil cosas hasta que llegó Daniel Normalmente Cristina tiene un sonoro timbre de voz. por alegría, enojo o entusiasmo, suele levantar su volumen, sin llegar al grito. Ahora, en la medida en que avanza en su relato, su voz se diluye en un murmullo incoloro. Me cuesta escucharla, pero no quiero interrumpirla. - Yo presentía que la visita no era casual. Él las acompañó hasta tomar el colectivo. Al volver, me comentó que nos recomendaban no faltar el próximo jueves. Se quedó largo rato en silencio, reuniendo fuerzas para continuar. - Fuimos. Generalmente comenzamos solos, luego nos vamos reuniendo con los conocidos. Una Madre se nos acercó de inmediato. Nos separamos, yo caminaba adelante. Me di vuelta para buscarlos con la mirada y descubrí que se había detenido. Lo vi muy alterado, quise acercarme y una compañera me tomó del brazo y me dijo que esperara, ya me iba a enterar de que se trataba. Nuevamente se quedó en silencio. Tanto, que supuse que ya no continuaría. Quiso encender un cigarrillo y la mano le temblaba. Prendí uno y se lo di. - Antes de terminar la ronda, Daniel me pidió que nos fuéramos. Durante el viaje a casa no hablamos. Al llegar, preparé café y me dispuse a esperar. Finalmente me lo dijo. Era ella. Su compañera desaparecida. No preguntés, no sabría explicarlo. Ella lo estuvo buscando, lo seguía haciendo. Alguien le dijo que creía haberlo visto en la ronda de los jueves. Estuvo precisamente las dos veces que no fuimos. Entonces habló con las Madres. Sus ojos contenían una constelación de lágrimas. - Él la amaba. Se supone que a mí también me ama. ¿Cuál de las dos es la definitiva? Tengo que dejarlo ir, para que lo averigüe. Cristina, querida amiga, te habían asesinado una vez más. Espero que no sea la definitiva
Era una sociedad de títeres perfectos. Con un prolijo mundo establecido
Todo estaba organizado. Los que debían reír, sin importar sus penas. Los que llevaban un llanto permanente grabado en sus facciones. Quien manejaba los piolines decidía quienes debían ser buenos (y protegidos) y quienes eran malos (y castigados). Algún día, a golpes de camino, de algún rostro caía una sonrisa. El brillo de unos ojos partía hacia regiones innombrables. Y por esas extrañas ventanas asomaban pedazos de soledad y olvido. Hasta se podría asegurar que se escuchaban confusos clamores y murmullos. Claro que rápidamente uniformadas manos de un titiritero diligente cubrían el vacío para que un gesto reluciente apareciera, y continuara su destinada función de
Sucedió que una noche, porque estas cosas siempre tienen que suceder de noche, envuelto entre sus hilos y apretado en medio del baúl donde vivían, un pequeño títere descubrió asombrado que su existencia de madera inerte comenzaba a latir... y que pensaba.
Y fue una densa noche donde tomó conciencia de su origen. Del rumoroso bosque, de los pájaros y el sol que alimentaron su esplendorosa juventud de árbol. Del viento amigo que llegaba mensajero de la selva, donde la vida corre tumultuosa. Finalmente su astillada sangre de madera le advirtió que no nació muñeco. Que cuando árbol, no hubo piolines que manejaran su proyección al cielo.
Quiso escapar entonces. Pero no pudo inmóvil en medio del baúl, apretado por muñecos que aguardaban que el piolín les ordenara simular la vida. Al llegar el día, descubrió que su piolín eslabonado, quizás gastado por la fuerza de sus sueños, se había cortado.
Y ya no había remedio. Él tenía que contar y cantar. Entonces... ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía aquel árbol renacido?
Floreció su destino. Se imaginó un corazón de música y lo guardó en el pecho. Se imaginó sus antiguas raíces y las convirtió en zapatos. Se imaginó el canto de los pájaros y lo hizo palabra. Se puso de pie sobre sus ansias de levantar la voz y se lanzó por los caminos sin retorno del poeta.
Y fue entonces que los dueños del tablado, aquellos que decidían cuando había que reír o que llorar, que callar o que matar, lo secuestraron.
Entra al subterráneo con el mismo cansancio con que llega al trabajo, todas sus mañanas. Prefiere viajar en colectivo. Los ruidos son más habituales, bocinas, disquerías, caños de escape. El atronador y monótono ruido del subterráneo, impone un silencio humano que muy pocos se atreven a interrumpir.
A pesar de los años en Buenos Aires, tiene presente a su gente en su pueblo tucumano. Allí, el hombre enfrenta la imponencia de los cerros, o la distancia de los valles, y lo resuelve a los gritos, para tener presencia en la inmensidad.
En la ciudad, se calla. Cede espacio a los ruidos de las máquinas. De tanto en tanto, la ciudad estalla con violencia. A la agresión sin nombre ni apellido, suma la de unos contra otros.
Delante de él, está sentada una muchacha bonita, coquetamente vestida. Piensa en su mujer, anoche, en el mínimo espacio de comer agotado, le comentó haber visto unos zapatos en oferta. Si los compra, no llegan al veinte. Y no hay vales antes de esa fecha.
¿Qué estación será la que pasó? Once no puede ser, ahí sube y baja mucha gente. Estaba tan distraído que no se fijó en que estación estaban ¡Sería el colmo que se pase ¡ ¡Esta maldita costumbre de salir con el tiempo justo!
Observa a su alrededor. Casi todos tienen la misma expresión confusa que supone debe ser la suya. En la mirada de la joven bonita cree notar una chispa de temor. Bueno, pasarse de parada no es para tanto.
Están llegando a una estación. El subte no disminuye la marcha. Pasa con tal velocidad que no tiene tiempo de leer algún cartel indicador. Si no fuera absurdo, diría que no hay ninguno . Se siente desubicado, luego recuerda que después de Once, hay una estación clausurada. La chica intenta una pegunta o decir algo a la señora sentada a su lado. Esta, asiente con la cabeza y desvía su mirada hacia la ventanilla. Él acompaña su mirada y cree notar algo particular en ellas. Son más pequeñas que las habituales; hay algo más, algo que atrae la mirada. ¡Claro! Tienen la forma de una pantalla de televisión. ¡Qué cosa! Seguramente alguien habrá descubierto que eso produce algún efecto en los pasajeros.
Distraído, cree reconocer imágenes en la pared del túnel Cerros. ¡Cuánto hace que no los ve!
Nunca había viajado; cuando su madre dice: Buenos Aires, trata de imaginarse un lugar más lejano que el pueblo donde compran mercadería, el día de pago. El viejo y familiar colectivo, que toca bocina cuando pasa por la canchita, los lleva hasta la enorme estación provinciana. Corridas, apretones, la ansiosa búsqueda de sus asientos, acomodar sus bultos, hasta que por fin, quedan acomodados para el viaje.
Nadie le había dicho que los cerros se mueven. Sin embargo pasan, cambian de lugar, se esconden, unos detrás de otros. Cuando se acercan al primer pueblito, cree que es el suyo. Luego, podrá descubrir cuantas veces se repite. Ve a su vieja barra, que todavía no tiene tiempo de extrañar. Dos pueblitos después, reaparecen. Incluso él mismo, corriendo y gritando al costado de las vías. Se acuerda que José no le devolvió el rollo de hilo que usa de sedal cuando van a pescar al arroyo. Quiere gritar, saludar, pero se lo impide el vidrio de la ventanilla, que su padre cerró, por las nubes de tierra que los envuelve.
Algunos pasajeros se amontonan frente a las puertas. La señora sentada frente a él, permanece rígida, reza en silencio, mirando al vacío. La joven bonita, estira su cuerpo por encima de la señora, para mirar por la ventanilla. Esto le permite una amplia visión de sus bien formadas piernas, de todas maneras no demasiado ocultas por la pollerita corta. En medio del vagón, una parejita se abraza y se ríe.
La velocidad del subte aumenta. El ruido es insoportable, Se levanta de su asiento. Un señor muy bien vestido, que disimula sus canas, le toca el hombro desde atrás. Al darse vuelta, lo encuentra mirándolo fijo a los ojos, mientras le suelta sobre sus narices, un alud de palabras. Sólo escucha fragmentos. A su costado, en el asiento inmediatamente posterior al que él ocupa, hay una señora con tres chicos. Dos lloran, mientras el mayor, doce o trece años, está concentrado en subir y bajar el freno de emergencia.
Pasan una estación, tan velozmente que apenas la puede entrever. Con la misma velocidad que el tren, avanza la tarde. En medio del cansancio y su asombro, ni se da cuenta cuando cae la noche. Probablemente se durmió con el crepúsculo y despierta en las sombras. Intenta ver algo por la ventanilla y sólo encuentra una cortina negra. Todo queda en manos de la noche. De vez en cuando, aparece, siempre a lo lejos, alguna luz. Imagina que son centinelas que deja la gente para cuidar la tierra. Su madre está despierta. Busca acurrucarse en ella, que lo mira con una mínima sonrisa.
- Mamá ¿Cuándo vamos a volver a casa?
Ella lo mira con tristeza.
- No lo sé m’hijo, algún día
- ¿Qué vamos a hace en buenos Aires?
- Vamos a ver, hijito, lo que podamos.
La ciudad los aguarda con sus fauces húmedas de smog y restos de ilusiones entre los dientes.
Las estaciones pasan, como pegadas unas a otras. La ausencia de información, aumenta el desconcierto. Surgen gritos, desmayos, corridas, aislados ataques de histeria que desembocan en una reacción colectiva, quedando muy pocos a salvo. Poco a poco se serenan, vuelven a sus asientos como chicos avergonzados. Hay quienes resisten. Permanecen frente a las puertas, recorren las ventanillas con los dedos, una y otra vez, buscando el resorte mágico que las abra. Buscan apoyo con la mirada, hasta que terminan por sentarse.
Vuelve a su lugar, junto a sus compañeros de viaje. Por supuesto, no están intactos, la señora tiene desarmado el duro rodete, desgarrada una media, en la rodilla de rezar, y un desgarrón no tan evidente pero mucho más grave en su misticismo. A la joven bonita, le falta un botón de la camisa, tiene corrida la pintura de los ojos y la pollera arrugada, producto de una brutal caída y haber estado a punto de ser salvajemente pisoteada. Recién se da cuenta, que el señor bien vestido, que oculta sus canas, va sentado a su lado. Ya no es el mismo. Su traje no luce descuidadamente elegante, su piel se marchita, como el pétalo de una flor, en un trabajo d fotografía acelerado.
Un hombre obeso, sentado pasillo por medio, frente a la imposibilidad de sostener un diálogo con sus compàñeros de asiento, exclama, levantando la voz.
- ¿Alguien sabe adónde vamos?
El silencio de los pasajeros se hace espeso. Un adolescente de vaqueros y cabellos largamente despeinados, explota. -
. ¡Yo no quiero ir a ninguna parte! ¡Será mejor que alguien detenga esto o…
Su voz se va apagando y su postura de desafío se disuelve en una actitud de súplica. se desata una catarata de voces, donde se entrelazan maldiciones, inovaciones mìsticas, llamados a la cordura, protestas.
El vocerío es infernal. Llantos de decepción, llamados, gritos de reencuentro. Ellos en medio, sin nadie a quien abrazar ni de quien esperar una bienvenida. Sólo una dirección en un pedazo de papel. El paso fugaz, por una ciudad, con edificios que parecen atravesar el cielo. Luces, como jamás llegó a ver en su vida. Multitudes, y un concierto atroz. Luego, un lugar más emparentado con su pueblo. Calles de tierra, ranchos, hombres y mujeres de piel oscura, el aire es otro, le falta azul. Los gritos no son cordiales, sino agresivos. El horizonte no tiene cerros, sino edificios que los rodean y vigilan con sus múltiples ojos, desde su imponente altura.,
Ojos, así la parecieron al principio las luces rojas y amarillas que pasan pegadas a las paredes del túnel. Un momento. ¿Cómo puede distinguir las luces a tamaña velocidad? Comprueba que el subte está desacelerando. Se hacen visibles las paredes, la oscuridad adopta formas, un susurro recorre el vagón ¡Una estación! Se afirma tenso, en el borde de su asiento, listo para bajar en cuanto la trampa subterránea se detenga., Calcula la posibilidad de pararse frente a la puerta, pero por una parte, el temor a la frustración ¿Y si no para? Por otro lado, el maldito prejuicio de quedar en ridículo. Lo mejor es esperar que se levanten otros.
La multitud desborda la estación. El tren para, las puertas se abren y comienzan a ingresar. Sin apuros, demoras ni confusiones. Un espectáculo que parece no terminar jamás. Es imposible que suban todos., Sin embargo pasan, se acomodan. Buscando una explicación, se le ocurre que quizás, agregaron algún vagón.
Un hombre joven, se levanta, se mezcla con la gente que busca lugar, se acerca a una puerta y en el preciso instante en que el subte arranca, salta al andén. Cuando su rostro pasa frente al evadido, se miran a los ojos. El maldito insolente, los dejó con su cobardía en la vidriera.
Le llama la atención no ver a ninguna de los que intentabanabrir las puertas. Los busca con la mirada, simplemente no están.
Se perfila entre los primitivos viajeros, dos reacciones: unos, a quienes el episodio resulta el golpe demoledor, ya no intentarán rebelarse. Otros, se afirman en su intención de buscar una salida.
El ingreso de la multitud, hace más difícil la comunicación. La joven bonita va recomponiendo su figura. Sus mejillas retoman color y una chispa animosa pugna por afirmarse en sus pupilas. La señora se sumerge definitivamente en su Nirvana privado. El señor a su lado, trata de reponerse. El jovencito de vaqueros, emite intermitentes y desesperadas señales, buscando apoyo. Los ojos del pasajero evadido, clavados en los suyos, lo obligan a alentar al muchacho. Instantáneamente, este endereza su cuerpo, se afirma en su asiento y mira con firmeza a su vecino. Ya no se puede desprender, el chico está bajo su responsabilidad. El hombre obeso, no se da siquiera la posibilidad de resistir. La parejita sigue tomándolo todo a risa.
La joven bonita lo está mirando ¿Qué pasa? ¿Otra protegida? Esto le pasa por meterse donde no lo llaman. Inútilmente trata de no mirarla. Ella inicia una sonrisa, con un aleteo de sus pestañas, como un pájaro asustado. No tiene más salida que responder a la sonrisa. Alarmado, escucha su propia voz:
- Tranquila, en la próxima estación bajamos
- ¿Cómo vamos a hacer?
La voz responde a su figura, chiquita y dulce. Él se ve una vez más, en la obligación de asumir respuestas.
- Como el que se bajó recién. Cuando empiecen a subir, nos mezclamos con ellos
Se pregunta cómo sabe que en la próxima estación, subirá más gente, o que habrá una nueva estación. De algún modo, siente que lo sabe, ella también.
Esa chica está tan desamparada como él. Se encontraron en el momento justo, para darse cuenta cada uno, de la existencia del otro. Siempre tuvo el maldito problema de no saber que decir a una mujer. Con ella es distinto, no es que le suelte la lengua, ella tampoco es de mucho hablar. Incluso el día que la llevó a la cama, No le dijo una palabra. Ella sabía y se dejó llevar.
Alguna vez, en el oscuro hotel que se puede permitir, ella le pregunta por su familia. Él le cuenta quienes son. No hace falta explicarle como viven, más de una vez, se encontraron en los alrededores de la villa. Ella insinúa tímidamente, que lindo sería conocerlos. El está de acuerdo, periódicamente se dice a sí mismo que tiene que hablar con su madre y llevarla a tomar mate. Unan noche, su madre, le dice simplemente:
- Te buscan.
- ¿Quién?
- No sé. Espero que no esté preñada de vos
Así se incorpora ella a la familia y él tiene que hacerse responsable de dos vidas.
- ¿Y si no para?
- Va a parar, estoy seguro
No es que le asuste la responsabilidad. No la quiere. Al hablarle a la chica, todas las miradas convergen hacia él. El señor elegante, le oprime el brazo, en señal de adhesión. Algunos inician un movimiento de acercamiento y en ese momento se ven las luces de la próxima estación. La joven bonita pregunta:
Sorpesivamente, antes de llegar a la estación, el tren se detiene. Las luces se apagan, Hay algunos sonidos apagados; corridas, algún quejido, gritos dando valor, amenazas. Luego, silencio. Las luces se encienden, todo está aparentemente igual, sólo que no están todos. Casualmente los que faltan, son los que buscaban una salida
Prefiere no pensar en lo que pueda significar. Repasa lo que se propone. Esperar a que se abran las puertas, que empiecen a subir, cuando los primeros lleguen hasta su asiento, levantarse, Y sin apuro, dirigirse a la puerta más cercana. Fija su atención en ella, no se molesta en mirar a la multitud que aguarda en el andén. Siente funcionar los frenos, el resoplido del sistema que acciona las puertas, estas se abren. Enmarcado en primera fila, aguardando subir, está el muchacho que había escapado en la estación anterior.
Comienza una vez más, la invasión incesante y metódica. Mujeres, hombres, adolecentes, niños. Ve a las puertas, como unas bocas enormes, riéndose a carcajadas, sólo que emiten gente en lugar de sonidos.
El andén queda vacío y parten una vez más. No se atreve a mirar a sus compañeros. Lo hace disimuladamente, la joven bonita no está. Su lugar está ocupado por un señor de mediana edad. El caballero elegante mira al vacío. El joven de vaqueros espera instrucciones.
La punta de un clavo ardiente le sube por la columna vertebral. Al llegar a la nuca se desplaza hacia su garganta y paladea el agrio sabor del terror. El subte se detiene, la ya habitual multitud ingresa y se ubica donde razonablemente no hay lugar.
Se forman grupos. El más cercano, bloquea las puertas del lado contrario al andén.
Hay una continuidad de situaciones, a las que la mayoría parece acostumbrarse sin hacr preguntas. Paradas donde no hay ninguna estación, luces que se apagan, pasajeros que ya no están. Y una multitud que prefiere no enterarse.
Se suceden estaciones, con muchedumbres ingresando dócilmente. Los pasajeros originales se confunden con los nuevos en diferentes grupos. Debe ser el único que se mantiene aislado. Esto llama la atención de los demás, no le gusta, pero prefiere mantenerse solitario.
Una estación más. Pero no hay multitud. Para ser preciso, no hay nadie. El tren se detiene, las puertas se abren; una idea lo atraviesa como una gota de hielo en el cerebro. Ahora es el momento.
Por el fondo del andén, unos uniformados, con conjuntos enterizos, del tipo que usan las grandes corporaciones, ingresan al mismo tiempo, por todas partes. Hacen algo en las ventanillas. Ahora entiende, no parecen son pantallas de televisión, y a partir de este momento, funcionan. Mientras unos instalan y prueban, otros acomodan videocaseteras y paquetes de películas. Termina todos al mismo tiempo y se retiran.
Las tensiones se disuelven en las imágenes de los televisores, como si cada uno se acomodara en su definitivo lugar. Periódicamente las películas son interrumpidas por breves informativos, donde se explica que todo está normal, que hay que mantener la calma y el orden. Él se mantiene aislado, tratando de evitar caer en esa trampa. Aunque… ¿Qué podía hacer para evitarlo?
Despertó con un fuerte dolor de cabeza, que anunciaba una gripe. Pensó en decirle a su madre, que avisara al trabajo, pero su severo llamado le apagó la intención. A la hora de salida, cuando fue a lavarse en el baño de la fábrica, se encontró con una barra que salía a festejar. El Mocho había ganado la reelección como delegado.
Le tienen gran respeto al Mocho, por eso, aunque su madre siempre le dice que no se meta en nada, decide acompañarlos, Cuando vuelven, con algún vino demás, a la entrada de la villa, los para un patrullero. Sin demasiadas preguntas, los llevan. Frente a la sórdida pared de un calabozo, piensa que eso le pasa por no hacer caso a su madre.
Otra estación, aparecen los uniformados. Aunque es difícil reconocerlos, de tan impersonales, está seguro que son los mismos. Ahora traen expendedoras de alimentos, bebidas, café, Piensa que es una buena idea. Luego se estremece, eso significa que esto viene para largo. Cuando la mayoría se hubo servido de las máquinas, decide aprovechar la situación y comer algo como la gente, total, Es gratis.
Lo siguiente fue cambiar los duros asientos por butacas reclinables; instalar mesitas; estantes, donde suele estar el portaequipaje.
Cada vez que finaliza una película, es un centro de atención, hasta que se distraen, eligiendo un nuevo programa. Hay un momento en que se siente en peligro. Terminada la película del grupo que está detrás suyo, se toman un tiempo para servirse alimentos y bebidas. En la medida en que pasan a su lado, se quedan mirándolo. En ese momento, también finaliza del otro lado del pasillo y casi de inmediato la que está al lado de la puerta de adelante.
Todos detienen su actividad y concentran su mirada en él. La situación es tensa, todos los pasajeros del vagón, se quedan observándolo. De pronto, alguien acciona la máquina de bebidas y como si su sonido fuera una señal, todos vuelven a lo suyo. Siente temblor en las piernas y una gota de sudor pasa por su ojo derecho.
Cuando suben una vez más, los impecables uniformados, dos de ellos se detienen frente a él. Hace un enorme esfuerzo por ignorarlos. Esfuerzo que le anuda los nervios hasta hacerle sentir un fuerte dolor en la espalda. Reúne fuerzas para devolver la mirada. No encuentra nada. Ni reproche ni alarma, ni amenaza ni simpatía. Como se puede mirar a una cucaracha, calculando si vale la pena buscar el insecticida o simplemente pisarla. Lo terrible y miserable, es que él se siente una cucaracha.
Los uniformados se pierden de vista. Los demás terminan su trabajo. Cierran con tabiques, el espacio ocupado por cada grupo. Son a prueba de ruidos, no se mezclan las voces de sus ocupantes ni de las diferentes películas. Queda incluido en uno de ellos, sólo, pero adentro.
El subterraneo se pone en marcha. Le queman las miradas de los dos uniformados. Por un segundo, son reemplazadas por las del pasajero que intentó fugarse. Quiere evocar los ojos de su madre, y no puede; los de su hijo, y no puede. Busca en que centrar su propia mirada para evitar el acoso e intenta concentrarse en los títulos de la película que está por comenzar. Es de guerra, siempre le gustaron las películas de guerra. No importa quién pelee ni quien gane. Busca una butaca más cercana para ver mejor. El subterráneo aumenta su velocidad.
De pronto se detiene, las luces no se apagan. Esto exige que todos tengan que ver aunque no quieran. Mirarse, preguntar qué pasa. Algunos se atreven a acercarse a las ventanillas o a las puertas. Surge un rumor que circula rápidamente por el subterráneo. Algo en las vías impide el paso. Muy a su pesar, se asoma a una de las ventanillas. Comprueba que, efectivamente, hay algo, allí adelante, como una barrera que no permite avanzar. son pañuelos blancos.