Como pasan los años

Como pasan los años
Te estoy mirando

jueves, 25 de septiembre de 2008

historia de amor

Un día vegetal, que no es el mismo día que conocemos, porque las plantas no cierran los ojos durante unas horas para olvidarse del mundo; uno de esos transparentes días en que las rosas sostienen interminables diálogos con el sol, y los malvones solicitan la ayuda del viento para enviar mensajes a las azucenas; un día tan repetidamente mágico que solemos ignorar, nació una enredadera. La recién nacida pensaba que a nadie le importaba. En realidad, el sol atenuaba sus rayos para no lastimarla; el viento, aún en sus frecuentes momentos de mal humor, cuidaba no golpearla; la lluvia caía en los brazos de plantas más grandes para que dieran de beber a la pequeña en la medida conveniente; la enredadera madre acomodaba el espacio necesario para que creciera sana y feliz. Urgida por una insaciable y tenaz curiosidad, la plantita estiraba sus insolentes brotes. Por fin pudo asomarse al borde la maceta y entablar amistad con sus vecinos. Un grupo de abejas, una vieja lombriz que la había acompañado en el vientre materno: la tierra. Las plantas tienen dos madres, la planta que las origina y la tierra que las fecunda. Esto de tener dos madres es uno de los motivos por los cuales las plantas no se dedican a la guerra. La enredadera creció hasta ser una hermosa adolescente. Delgada, elegante, sus múltiples brazos se cubrían de espigas blancas que derivaba en delgadas hojas de un verde sólido y destellante. Su vida se desarrollaba en una casi perfecta armonía. El margen de desorden era el necesario para el asombro. Este fue, cuando apareció un raro forastero. Tal vez arrastrado por solapados vientos o por su propia decisión, un hilo de plástico colgaba del alambrado. Su detonante color dorado con motas blancas y amarillas, fue observado por el vecindario vegetal, con verdadera curiosidad que derivó a una amistosa indiferencia. Para la joven enredadera fue un impacto. Sin motivo, sin explicaciones, se enamoró del extranjero. La planta madre, sus hermanas, sus amigos, le advirtieron de lo insensato del asunto. Inútil. La joven sólo sabia de su amor. Este era inaccesible, indiferente. Lo cual avivaba la pasión de la adolescente. Entonces recibió la comprensión de su otra madre, la tierra, quien le dio el vigor necesario para crecer en dirección al objeto de su amor. Cuando llegó a él, con la complicidad del viento, cada mañana le ofrecía una danza donde palpitaba el dolor del amor no correspondido, la alegría de un ser vivo, las interminables preguntas de quien está creciendo, la ternura de las criaturas limpias, la desvergüenza de quien ama sin reglas ni prejuicios. El hilo de plástico por momentos se dejaba acariciar, a veces la rechazaba airado. A la joven enredadera le bastaba con su amor. Decidida se unió a él. Lo rodeó con sus brazos y fue apretando su cuerpo al dorado cuerpo del extranjero. Ella, palpitante y sedienta; él indiferente. Ella le hablaba de sus amigos, de sus vecinos, de su serena vida familiar. Él, de elementos químicos, maquinarias, laboratorios. Ella soñaba con un universo donde la armonía y la alegría fueran la nota dominante; él tenía la visión de un mundo de plástico. Plástico en lugar de madera, de acero, de papel. Casas de plástico, vehículos de plástico ¿Y porqué no? Algún día... hombres y mujeres de plástico. Como es natural, llegó el momento de las definiciones. El hilo exigió a su enamorada que se desprendiera de sus lazos afectivos y lo siguiera en su camino. Ella estaba dispuesta. Pero, he aquí una vez más la importancia de contar con dos madres. La planta madre entrelazó con firmeza sus brazos en torno al cuerpo de su hija, mientras la madre tierra sujetaba sus raíces. Esto exasperó al hilo. Al hacer un violento esfuerzo por arrastrar a la enredadera, se rasgó el extremo que lo mantenía sujeto al alambre, pudiendo comprobar ella, que él no tenía nada en su interior. Sólo plástico. Frío, insensible plástico...Esto podría merecer una moraleja. A mí lo único que se me ocurrió fue desenredar el hilo y regar a la enredadera.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Cristina

I




Con contradicciones y desplantes, Cristina siempre fue una mujer entera. Al conocernos, podría jurar que no éramos las personas indicadas para ser amigos. Ella consideraba mis posturas, como dogmáticas. Yo le señalaba cierta dualidad, que indicaba, según mi punto de vista, falta de definición. Una amiga común me acercó poemas escritos por ella. Con la honestidad y la soberbia de los veinte años, critiqué su falta de compromiso. Al poco tiempo me invitaron a una reunión informal, en casa de amigos. Marta, la dueña de casa, me recibió acompañada de una desconocida. Pelo negro, estatura mediana, delgada, elegante, ojos negros, de mirada franca. No eran un rostro y una figura que pasaran desapercibidos. No era algo físico. Emanaba de su interior y se transmitía en cada movimiento. Marta la tomó de un brazo, y con una pícara mirada, me dijo: - Te presento a Cristina. Ya le comentaron tu opinión sobre sus poemas. Advertido de su temperamento, me preparé para un enfrentamiento, ejercicio que debo confesar, me encantaba. Le extendí mi mano. Mirándome fijo a los ojos, me dijo: - Vos y yo tenemos mucho de qué hablar. Nuestra amistad se modeló al calor de la época. Eran mediados de los sesenta. Estábamos seguros que todo estaba al alcance de nuestras manos. Transformar el mundo como objetivo de partida. En la medida en que profundizábamos nuestra relación, sumábamos coincidencias, afinidades. No eran sencillas ni obvias. Nos descubríamos en las cuestiones de fondo, pero disentíamos en las formas. Cristina militaba en la Juventud Peronista. Reunía tan amplio espectro de amigos, que no permitía códigos ni círculos. Iban y venían. Ella era el puerto, la calma de la sala de espera y el abrazo del andén. A veces también partía. Se internaba en sus pasiones abandonando todo equipaje en el camino. Cuando traía sus restos de regreso, me buscaba. Era una profesión reconstruirnos. Nuestra discusiones eran apasionadas, pero sin rencores. Amanecíamos discutiendo a Perón, a Marx, a Jesús. Escuchando a Pugliese, Mercedes, Los Beatles, Beethoven. Leyendo a Pablo, a la tristeza de Vallejo o a la fuerza de Tejada Gómez. En algún momento de nuestra relación, creímos enamorarnos uno del otro. Pero no al mismo tiempo. Cuando me sucedió a mí, ella había partido a alguna de sus azarosas aventuras. Cuando creyó sentirlo ella, yo estaba inmerso en mi vocación de redimir al mundo. La primera vez que no tuve respuestas para un adiós de mujer, la busqué en su pecho, Ella me trató con antigua sabiduría de mujer. Me rodeó de ternura. Me enseñó la importancia de llorar. Con delicadeza me quitó cada espina de rencor que me pudiera haber quedado, como quien me depila el alma. Me ayudó a saber que todo final duele, pero menos si uno se va entero. Cuando mi angustia tomó un cauce más sereno (ya en la madrugada) me llevó a la cama. No fui su amante. Fui un niño que buscaba volver a un vientre de mujer para estar protegido. Luego, como una buena madre, me sacó de su lado y me devolvió al mundo.




II




- Cristina. el sábado hay un casamiento en la Villa de Retiro ¿Querés venir? - Por lo menos decime quien se casa - Una pareja de bolivianos. Son de la Federación de Villa de Emergencia. Entramos por la Avenida Maipú, al fondo de Retiro. Mientras avanzamos por los pasillos de la villa, sentimos la tensión del momento que estamos viviendo. No se trata de saber si caerá el gobierno de Illia, sino cuando. Onganía no promete diálogo con los villeros, ni con nadie que disienta. La reiterada amenaza de las topadoras se siente muy próxima. La fiesta del casamiento está en su apogeo. Parece una fiesta latinoamericana. Paraguayo, peruanos, chilenos, uruguayos, brasileños. Por supuesto, bolivianos y naturalmente provincianos, en su mayoría del norte argentino. En un patio común, en medio de las casitas, están ubicadas las mesas, hechas con largos tablones sostenidos por caballetes. Los vecinos llegan con sus sillas, también con tablones que sostenidos por pilas de ladrillos se convierten en bancos ubicados alrededor del patio. La comida es el resultado de la colaboración solidaria. De ahí, la mezcla de tamales, empanadas, chipá, asado. En una de las cabeceras de la mesa central, los novios reciben los saludos, acompañados por el Padre Mujica. Debe haber muy pocos que conozcan el nombre de ella. Para todos es Lunita. Una belleza coya. Cabello largo, más negro que la noche. Baja de estatura, pero con una mezcla de gracia y altivez, sugiere mayor altura. Pómulos ligeramente salientes, que alteran la redondez de su cara. Ojos negros. Su piel es morena, pero no moreno tierra, que parecería ser la marca de la degradación de la raza, sino un color fresco, que en determinados momentos refleja destellos dorados. Cuerpo armonioso. Parecería que Lunita sólo tiene como expresión, la sonrisa. Pero en situaciones graves, su gesto es firme y decidido. Gabriel es un boliviano típico. A primera vista no hay nada en él que lo destaque. Sin embargo no tiene la actitud de humildad, rayana en la sumisión, que unifica a la gente del altiplano, trasladada a las grandes ciudades. Durante toda la noche llega toda la gama de artistas populares, aficcionados y profesionales. Algunos de la villa. Dirigentes políticos, sociales, religiosos. Los motivos son diferentes. En los artistas, la actitud es transparente, la solidaridad con uno de los sectores más olvidados y combativos. En los dirigentes, los objetivos no son tan claros. En otros ámbitos, la presentación de un libro, el estreno de una obra de teatro, o de una película, son citas ineludibles para mostrarse. En algunos círculos políticos, cualquier acontecimiento en la villa, tiene el mismo simbolismo. Cristina se encuentra con conocidos y la pierdo de vista. Cerca de madrugada, la busco para irnos. La encuentro en una de las casillas acondicionada para que duerman los chicos de los invitados. Son una legión, pero están perfectamente acomodados y abrigados. La acompaña Lunita. Por lo que escucho y luego me cuenta, hablaban de los problemas de la educación en la villa. Lunita es una de las que dirige el tema. Mientras nos retiramos, Cristina permanece en silencio. Tomaos el 6, nos bajamos en Congreso. Entramos al bar Suárez a tomar el café con leche de la madrugada. Ella mantiene su silencio largo rato. De pronto me sorprende al correr el telón de una parte de su vida anterior, No suele hablar de su pasado. - Cuando tenía cuatro años, me mandaron a un internado. Habla como para sí misma. Yo no digo nada. Entiendo que tiene necesidad de hablar. - Estuve hasta los diecisiete. Entonces me escapé. Aprendí a pelear la vida, porque me crié en un infierno. Como si abriera una compuerta, se inundó de recuerdos. Casi todos muy duros. . Desde que me fui, nunca volví a ver a nadie de ese lugar. Esto que vi esta noche, lo que me contaron acerca de los chicos, me emociona. No hay dudas que lo hacen con amor. Pero no me gustan los planes colectivos para chicos colectivos. Quiero ser yo. Que cada uno, sea uno. Por eso nunca podré integrarme a un partido que lo tenga todo planificado. No voy a aceptar la invitación de Lunita, a participar en su trabajo. Trataré de ayudar en lo que pueda, pero no quiero sr parte.




III




Un par de semanas sin vernos. El tiempo resultaba corto para todo lo que pasaba. El gobierno radical, finalmente había caído sin ningún reflejo de defensa. Onganía hizo sentir la dureza de los militares, también cayó. Levingston fue fugaz e intrascendente. Finalmente teníamos que enfrentarnos a Lanusse. Er una vorágine que no respetaba tiempos interiores. A la salida de la oficina decidí visitarla. El colectivo me dejó a una cuadra de su departamento. Al llegar a la esquina, creí notar movimientos raros (aprendimos a vivir en alerta). Busqué un teléfono y la llamé. Me contestó una voz extraña, esto no era raro; su casa era un permanente refugio de solitarios y desamparados. La voz me dijo que Cristina no me podía atender, pero me esperaba. La alarma continuaba, llamé a algunos amigos, no sabían nada. Por fin, Marta me citó en un bar de Rivadavia y Medrano. En pocas palabras, me puso al tanto. Cristina estaba detenida. La policía había allanado su casa y permanecía en ella, con la intención de detener a todo el que fuera a buscarla. El amigo de un amigo, de paso por Buenos Aires, le pidió alojamiento por unos días. Nunca le dijo que pertenecía a una organización armada. Estábamos en los comienzos de los años 60. No habíamos llegado a la cresta de la ola de terror y de masacre. No fue fácil, pero tampoco una epopeya, sacarla. Lugo, nos peleamos. Yo le reproché su inconsciencia. Desde el apogeo de mi verdad histórica, no le perdonaba habernos puesto en peligro por un “equivocado”. No lo discutió, Simplemente me echó de su casa. Pasaba el tiempo y nos manteníamos alejados. Ninguno de los dos, atinaba a dar el primer paso. A nuestros gigantescos ideales, no les cabía una soberbia menor. Periódicamente me llegaban noticias de ella, que simulaba no escuchar. Si no las tenía, buscaba sin hacer preguntas directas. La situación se ponía cada vez más dura. Persecuciones, terror; crisis íntimas y colectivas, desapariciones; rupturas, desencuentros, traiciones, heroísmos. Nos llevó tiempo y vidas, entender que el juego había cambiado. Nunca había sido un juego, Los represores, lo tenían más claro. Tuvimos que aprender una forma distinta de militancia. Incluso una forma distinta de vivir y de relacionarnos. Cuidarnos, no sólo por nosotros, sino especialmente no comprometer a quienes nos rodeaban. Cuidarnos de quienes nos rodeaban. Aprender a conocer nuestros límites, sin teorías ni romanticismos. Finalmente me veo obligado a sumarme a la numerosa caravana de exiliados.




IV




1982. Regreso y mi encuentro fortuito y casi de inmediato con Marta. Del universo que conocíamos no quedan sino señales. Como en toda catástrofe, la dispersión fue general y en todas direcciones. Muchos de los que pudieron irse, no quieren volver. Algunos se quedaron, para hacer lo que pudieran, otros para olvidarse. Están los que se quebraron, la peor forma de morir. Marta me cuenta, que con Cristina me buscaron mucho tiempo, luego, ellas también se perdieron de vista. 1983. Estoy en la Feria del Libro, con un grupo de escritores tucumanos. Estamos en el bar y aparece Cristina. Nos sentamos en un rincón, apartados de los demás. Pone una mano en la mesa y me la ofrece. Al estrecharla, es nuestra historia la que apretamos. Sentimos la presencia del tiempo que se nos fue. Del tiempo que nos mataron. - ¿Cómo estás? - ¿Y vos? A la madrugada estamos en un bar del Once. Tenemos una vida para contarnos. Al poco tiempo de desconectarnos, conoció a un hombre algo mayor que ella. Por su trabajo y militancia. recorría el país. Una mañana, Cristina desayunaba, cuando escuchó su nombre en la radio. Muerto en un atentado. No se detiene a contarme su dolor, nos conocemos. Sí, que al renunciar Cámpora, tiene que salir del país. Ya de mañana, la acompaño a la estación, está viviendo por Ramos Mejía. Cuando se decide a subir al tren, nos damos un abrazo interminable. Unos días después, me invita a su casa. Vive en pareja. Durante el viaje, me cuenta, Conoció a Daniel en Europa. Apenas llegada, Cristina se incorporó a una Comisión de ayuda a los presos, políticos. Allí lo conoció. Él había logrado la opción de salir del país, después de cinco años en la cárcel de Rawson. El mismo Daniel, me pone al tanto de su historia. Desde el comienzo de su tragedia, su objetivo fue recuperar a su compañera. Los habían secuestrado juntos. Estuvieron un corto tiempo en el mismo lugar, luego comenzó el peregrinaje de Daniel por centros de detención. Casi un año después, llega a la cárcel. Le llegan rumores, la vieron, pero no precisan cuándo ni dónde. Desde su libertad y a la distancia, intenta averiguar lo imposible. Me confía con voz serena, que más de una vez se preguntó si había existido realmente. Al volver al país, acude a todos los medios, partidos políticos, familiares, liberados. También se ve en la necesidad de atender a su propia supervivencia. Reacomodarse en un país distinto, él, un hombre extraño. Sin un pedazo fundamental de su pasado, sin claridad en el futuro. Su reencuentro con Cristina.




V




Cristina trabaja en una empresa metalúrgica, colabora en una revista, escribe una novela. Daniel no anda bien, estuvo mucho más comprometido. Algunos mecanismos represivos siguen funcionando, los del Estado y los internos, agazapados en las cobardías personales. No puede regularizar su situación, no consigue trabajo efectivo. Es un desocupado con conciencia y con memoria. La lucidez pareciera ser una carga pesada para estar en medio del río. Es un tiempo distinto. No hacemos ni la mitad de las cosas que acostumbrábamos. Los pedazos que nos faltan, no nos dejan recuperar el ritmo. Es como si nos faltara tiempo. También eso nos robaron, nuestro tiempo. Lo conversamos con Cristina, debemos recuperarlo. Tenemos que sumarnos y sumar en la recuperación de la utopía. Construimos el hábito de frecuentarnos. Su casa o la nuestra, son refugios para los cuatro, Cristina y Daniel; Leonor y yo. No es un rincón de la nostalgia. Es la posiblidad de compartir esperanzas, desacuerdos, problemas cotidianos, dudas. Cuando necesitamos, volvemos al pasado, lo analizamos, lo discutimos, no le permitimos que nos detenga. Más de un mes sin vernos. MI compañera está de viaje. En su ausencia, aprovecho para desarrollar proyectos que tenía demorados y que absorben todo mi tiempo. Cristina me llama a la oficina, necesita verme con urgencia. Le propongo vernos esa noche en su casa. Me dice que no, que me espera a la salida del trabajo, en un bar cercano. Salgo un rato antes, llego al bar demasiado temprano. Sin embargo, Cristina ya está esperando, no me ve entrar. La observo mientras me acerco. Es más que una angustia lo que trasciende de ella. Le doy un beso, me siento y puedo percibir su esfuerzo para regresar del dolor. Me pone al tanto sin introducción - Vos sabés que Daniel y yo, siempre que podemos, vamos a la ronda de las Madres, en la plaza. Dos jueves seguidos no fuimos. El primero, porque estuve muy resfriada, el segundo, porque él anduvo mal en las ventas y trabajó hasta muy tarde. Hace unos días tuvimos la visita de dos Madres. No es raro que vengan. Charlamos de mil cosas hasta que llegó Daniel Normalmente Cristina tiene un sonoro timbre de voz. por alegría, enojo o entusiasmo, suele levantar su volumen, sin llegar al grito. Ahora, en la medida en que avanza en su relato, su voz se diluye en un murmullo incoloro. Me cuesta escucharla, pero no quiero interrumpirla. - Yo presentía que la visita no era casual. Él las acompañó hasta tomar el colectivo. Al volver, me comentó que nos recomendaban no faltar el próximo jueves. Se quedó largo rato en silencio, reuniendo fuerzas para continuar. - Fuimos. Generalmente comenzamos solos, luego nos vamos reuniendo con los conocidos. Una Madre se nos acercó de inmediato. Nos separamos, yo caminaba adelante. Me di vuelta para buscarlos con la mirada y descubrí que se había detenido. Lo vi muy alterado, quise acercarme y una compañera me tomó del brazo y me dijo que esperara, ya me iba a enterar de que se trataba. Nuevamente se quedó en silencio. Tanto, que supuse que ya no continuaría. Quiso encender un cigarrillo y la mano le temblaba. Prendí uno y se lo di. - Antes de terminar la ronda, Daniel me pidió que nos fuéramos. Durante el viaje a casa no hablamos. Al llegar, preparé café y me dispuse a esperar. Finalmente me lo dijo. Era ella. Su compañera desaparecida. No preguntés, no sabría explicarlo. Ella lo estuvo buscando, lo seguía haciendo. Alguien le dijo que creía haberlo visto en la ronda de los jueves. Estuvo precisamente las dos veces que no fuimos. Entonces habló con las Madres. Sus ojos contenían una constelación de lágrimas. - Él la amaba. Se supone que a mí también me ama. ¿Cuál de las dos es la definitiva? Tengo que dejarlo ir, para que lo averigüe. Cristina, querida amiga, te habían asesinado una vez más. Espero que no sea la definitiva

martes, 23 de septiembre de 2008

La hormiga soñadora

En el país de las hormigas, todos sabían que “el ahorro es la base de la fortuna”. También era de conocimiento general, que el orden era la única forma de garantizar el progreso...Entonces, ordenadamente ahorraban. Todo lo que se les cruzaba en el camino, sin saber para qué, almacenaban cosas que podrían haber alegrado algún momento de su vida pero en lugar de usarlas, las guardaban: el aroma de un pimpollo de rosa, el eco del canto de la cigarra, la frescura de la risa de un niño. A doña Juana Hormiga (en el país de estas hormigas todas tienen el mismo apellido, hasta la paternidad es una actividad colectiva), jamás se le ocurriría, ni soñando, (si a las hormigas se les permitiera soñar) que alguna vez podría hacer un camino distinto al de todos los días, o que la rutina podía ser alterada con un mínimo gesto creativo.
Todos los días, en el país de las hormigas, se desarrollaban exactamente iguales. El mismo saludo con los mismos vecinos, el mismo camino, las mismas rosas para masticar...No sé si les aclaré que hablamos del país de las hormigas negras, a menudo atacadas por las hormigas coloradas, (feroces y depredadoras) para quitarles sus ahorros. Un día de otoño, doña Juana Hormiga estaba ocupadísima cortando una hoja de un rosal. Era un rosal viejo, sus hojas y sus pimpollos, muy duros y pesados. Doña Juana cortó un pedazo demasiado grande, aún para ella, acostumbrada a cargar pesos que nosotros ni podemos imaginarnos. Terminó de cortar su enorme pedazo de hoja y comenzó su camino de regreso. A poco andar sintió que el peso de la hoja la abrumaba; de todas maneras siguió su camino (era lo único que sabía hacer). Cada paso le costaba mucho más que el anterior, hasta que sintió que sus pinzas no aguantaban y el pedazo de hoja se le cayó encima.

En un primer momento se quedó inmóvil, esperando recuperar sus fuerzas. Poco a poco sintió que el pedazo de hoja la cubría del frío que ya invadía el aire, además comenzó a sentir algo muy extraño, algo totalmente desconocido en la historia del país de las hormigas. Sintió que permanecer ahí, cubierta por el pedazo de hoja, y sin hacer nada, le producía una sensación muy agradable. Sorprendida y ¿Porqué no? inmovilizada por descubrirse cansada y cómoda en su inesperado descanso, fue asaltada por más sensaciones desconocidas. Los ojos se le cerraban y las cosas que le rodeaban se veían cada vez más lejanas y borrosas.
Finalmente, aunque Doña Juana no lo sabía, se durmió. Y soñó. Se vio ella misma y a sus hermanas, que en lugar de marchar silenciosa, triste y disciplinadas una detrás de otra, yendo y viniendo siempre por el mismo camino, siempre haciendo lo mismo, bailaban al compás de un sonido extraño que, en su sueño por supuesto, una hormiga luminosa y con alas le enseñó que se llamaba música. Y notó, siempre en su sueño, que tanto ella como sus hermanas emitían también otro sonido extraño, que la misma hormiga luminosa le susurró al oído que se llamaba risa. Y soñó. Las hormigas que nacían, eran cuidadas por sus madres. No había una hormiga reina, sino que todas decidían que hacer, y entonces se ayudaban unas a otras. Cuando llegaba el invierno, le daban de comer a la cigarra que era la artista que alegraba sus días de trabajo. Soñó tantas cosas, que haría falta un libro aparte para contarlas a todas.
Finalmente, como es natural, despertó de su largo sueño. Emprendió el camino de regreso al hormiguero, tan confundida que varias veces confundió el sendero. Naturalmente también, al reunirse con las demás hormigas, contaba lo que le había sucedido, a todas las que se le cruzaban en el camino. Y les contaba todo lo que había visto en su sueño. Que felices se veían
. Al principio nadie le prestaba atención, demasiado ocupadas en su rutina. De pronto, alguna hormiga se detuvo a escucharla; luego, otra se animó a preguntarle; y luego otra que le prestaba atención, y luego otra, y otra. Y en algún momento se formó una rueda de hormigas escuchando los sueños de Doña Juana.
Así, Doña Juana quedó en la historia del país de las hormigas. La primera que se atrevió a soñar,
La primera que transmitió sus sueños al resto de las hormigas.
Y la hormiga que inauguró la condición de presa política

palomas

La ciudad tenía un corazón. Los hombres, que por lo general no se detienen a entender estas cosas, se ponen siempre los ojos de mirar apurados y les ponen a las cosas nombres como de paso, la llamaron: Plaza. Este corazón llamado plaza, o esta plaza que era un corazón, tenía entre sus habitantes permanentes a las palomas.
No se sabe si, por su antigua condición de niñas, las palomas pueden ver más de cerca el milagro del hombre y por ellos son capaces de volar; o si como pueden volar son capaces de entender y disfrutar del milagro de la vida. Lo cierto es que ellas eran las dueñas del corazón de la ciudad.
Las palomas, desde mucho antes de la presencia del hombre, acostumbran jugar a las visitas. Así es que todos los días llegaban gorriones, horneros, gaviotas, pero las visitas permanentes y de las más divertidas eran las golondrinas. Estas les contaban a las palomas de sus aventuras vagabundeando por el mundo. Las palomas a su vez, contaban a las golondrinas de su vida en la plaza.
Así fue como recordaron cuando llegó el tiempo del terror. La plaza entonces se convirtió en un lugar de paso, de gente triste y temerosa. Hasta la risa de los niños había abandonado la plaza y las palomas vagaban por sus nidos confundidas.
Fue precisamente por ese tiempo, cuando apareció en la plaza una extraña, desconocida especie de palomas blancas. Giraban y giraban alrededor de la plaza. Como si no supieran o no pudieran volar, permanecían posadas sobre las cabezas de mujeres tristes pero no temerosas.
Las palomas de los nidos, curiosas como corresponde por su condición de niñas, observaron que las palomas blancas sobre las cabezas llegaban a la plaza puntualmente los jueves. Su movimiento también era extraño. Sin aleteos y en silencio.
Cuando este silencio llegó a la altura de los nidos, descubrieron que tenía forma y color, aroma y contenido, nombres y apellidos. Este silencio se fue extendiendo hasta cubrir las plazas de la ciudad. Y las plazas del país. Y las del continente. Este silencio llegó a escucharse por todos los rincones del planeta.
Mientras tanto, el pueblo decidió abrigarse con el canto, que es la forma más clara de levantar la voz. Decidió fortalecerse con abrazo fraternal, la forma más segura de pisar el camino. Decidió ponerse los ojos de mirar de cerca, para ver la tristeza y el temor en la cara de su vecino, la pobreza en la casa de su hermano y el odio en las manos del verdugo.
El terror, como todos los cobardes, nunca anda solo. Arrastra con él a sus viejas amantes, la miseria, la injusticia, la ignorancia; como todos los cobardes, no soporta que se lo mire de frente. Por eso, al ver tanto pueblo en movimiento, se retiró espantado.

Las palomas confiaron a las golondrinas, que están pensando proponer a las palomas blancas sobre las cabezas, enseñarles a volar. Para que puedan cruzar mares y caminos a reunir a los habitantes de la desesperanza, para que su pena pueda tomar altura, se convierta en una estrella y nos recuerde en las sombras de la noche, que la luz es posible.
Mientras tanto, hasta que esto suceda, nosotros debemos sembrar semillas de justicia por las heridas de la vida, para que nunca más... las palomas pierdan el vuelo.

Títeres

El poeta tiene una fábrica de sonidos a la altura del corazón por eso canta
Roberto Santoro



Era una sociedad de títeres perfectos. Con un prolijo mundo establecido y vigilado Los ancianos, con grotescas pinturas asomando por encima de otras viejas pinturas y emociones. Algunos recién llegados lucían orgullosos flamantes expresiones; siendo por tanto preferidos por esa vieja costumbre de olvidar a quienes alguna vez nos dieron su ternura.
Todo estaba organizado. Los que debían reír, sin importar sus penas. Los que llevaban un llanto
permanente grabado en sus facciones. Quien manejaba los piolines decidía quienes debían ser buenos (y protegidos) y quienes eran malos (y castigados). Algún día, a golpes de camino, de algún rostro caía una sonrisa. El brillo de unos ojos partía hacia regiones innombrables. Y por esas extrañas ventanas asomaban pedazos de soledad y olvido. Hasta se podría asegurar que se escuchaban confusos clamores y murmullos. Claro que rápidamente uniformadas manos de un titiritero diligente cubrían el vacío para que un gesto reluciente apareciera, y continuara su destinada función de
muñeco manejado por piolines.
Sucedió que una noche, porque estas cosas siempre tienen que suceder de noche, envuelto entre sus hilos y apretado en medio del baúl donde vivían, un pequeño títere descubrió asombrado que su existencia de madera inerte comenzaba a latir... y que pensaba.

Y fue una densa noche donde tomó conciencia de su origen. Del rumoroso bosque, de los pájaros y el sol que alimentaron su esplendorosa juventud de árbol. Del viento amigo que llegaba mensajero de la selva, donde la vida corre tumultuosa. Finalmente su astillada sangre de madera le advirtió que no nació muñec
o. Que cuando árbol, no hubo piolines que manejaran su proyección al cielo.
Quiso escapar entonces. Pero no pudo inmóvil en medio del
baúl, apretado por muñecos que aguardaban que el piolín les ordenara simular la vida. Al llegar el día, descubrió que su piolín eslabonado, quizás gastado por la fuerza de sus sueños, se había cortado.

Y ya no había remedio. Él tenía que contar y cantar. Entonces... ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía aquel árbol renacido?

Floreció su destino. Se imaginó un corazón de música y lo guardó en el pecho. Se imaginó sus antiguas raíces y las convirtió en zapatos. Se imaginó el canto de los pájaros y lo hizo palabra. Se puso de pie sobre sus ansias de levantar la voz y se lanzó por los caminos sin retorno del poeta.
Y fue entonces que los dueños del tablado, aquellos que decidían cuando había que reír o que llorar, que callar o que matar, lo secuestraron.


barro

Todos los que pasaban, veían un pedazo de vereda rota. Muchos protestaban por el barro que se formaba cuando llovía o cuando lavaban el frente de la casa. El niño no sabía. Él no miraba solamente con sus ojos. Miraba con los ojos de los niños anteriores y con los ojos de los niños que vendrían. Miraba a través de todo lo que había soñado en sus mínimos abundantes años. Miraba como podía y como deseaba sin saberlo.
El niño se sentó una mañana en el borde de la vereda rota. Se sentó en el extremo opuesto de las urgencias del hombre; en el extremo más lejano de las ambiciones, de las envidias, de las vanidades; en el extremo donde sólo llegan los que pueden disfrutar de la alegría de ver aparecer el sol o de jugar con la lluvia.
Primero observó con curiosidad esa forma distinta de la tierra. La tocó con un dedo y pensó que al estar empapada se parecía a lo que hacía su mamá cuando mojaba la harina y la amasaba, sólo que esta era negra. Entonces arrancó un pedacito y probó de amasarla. De pronto descubrió que esa diminuta porción de barro entre sus dedos, le hablaba.
Como los niños y el milagro son vecinos y enseguida se entienden, el niño comprendió el mensaje y siguiendo sus instrucciones se abocó cuidadosa y seriamente a construir un semejante. Hundió sus minúsculos dedos en la tierra fértil, húmeda de futuros malgastados y ésta se pegó a sus manos. Ausente de aquellos que elaboran la historia inteligente y razonada, amasó pacientemente la porción de barro, la estudió sin tiempo, hasta que la tierra con una voz tan potente que sólo él podía escucharla, le dijo: - Primero tienes que hacerle una cabeza, porque tiene mucho que pensar.
El niño miró a los que pasaban, indiferentes al hecho mágico que los rodeaba, y por comparación, entendió que necesitaba hacer un cuerpo que sostuviera esa cabeza. Lentamente, entre la tierra y el niño fueron creando las piernas, los brazos, las manos. Finalmente el nuevo ser parecía terminado.
El niño, al mirarlo atentamente descubrió que su criatura no podía devolverle la mirada porque no tenía ojos. Con un palito se los dibujó como pudo. Pero seguían sin vida. Entonces hubo un rayo de sol del día de mañana que le entregó su luz al recién creado y así se dijeron mil cosas al mirarse.
El niño comenzó a contarle sus secretos, pero su naciente amigo no podía escucharlo ya que no tenía oídos. Al niño le pareció gracioso y se largó a reír. Dos notas de su risa se apartaron y convertidas en un humito oscuro y palpitante crearon las orejas que le faltaban a la cabeza de barro.
A esa hora misteriosa que sólo conocen aquellos que pueden vencer a la maldad cotidiana, el niño pudo contarle a su naciente amigo: - “Una noche soñé con vos Que salías de la tierra y me hablabas. Que también le hablabas a los pájaros y a los perros; al viento y a las montañas. Sólo el hombre no te escuchaba. Entonces nos enseñabas una canción, y al cantar juntos, los niños, los pájaros, los perros, el viento, las montañas, el hombre comenzaba a entender nuestro lenguaje, nuestros secretos, nuestras esperanzas”.
El niño quería que su amigo hablara. Entonces se dio cuenta que no tenía boca, por lo cual nadie podría escucharlo. Inmediatamente el palito (que era mágico) saltó a sus manos y lo guió para dibujarle la boca que necesitaba. Pero era una boca dura, inexpresiva. Cuando el niño comenzaba a impacientarse, un pequeño pájaro posado en una rama cercana, dejó oír su canto, que rodeó la cara de barro, la salpicó de sonidos, e inmediatamente la cara, el cuerpo, los brazos y las piernas se iluminaron y cobraron vida.
Cuando la flamante boca comenzaba a insinuar una sonrisa, un grupo de uniformados, pasó,
pisando y destruyendo al ser que el niño estaba rescatando de la tierra; con la urgencia y la torpeza que no sólo los hace extranjeros del milagro sino también, repetida y fatalmente, su enemigo.
Esa noche, en el momento anterior al sueño, ese momento justo en que la vida toma distancia de los amores pasados y de los que nos esperan; ese momento en que la vida y la muerte juegan un juego que sólo ellos entienden, una voz nacida de ninguna parte, dijo: - “No llores niño, hay millones de niños construyendo hombres nuevos”.

la calesita no se rinde

La calesita aparecía en el barrio sin que supiéramos como ni cuando. Simplemente aparecía.
A nadie le preocupaba que un minuto antes el lugar estuviera vacío. Un día desaparecía sin que jamás la viéramos partir. Llegábamos al baldío y la calesita no estaba; entonces jugábamos a la pelota, a las escondidas, como si no hubiéramos pensado siquiera en ella.
Parece que sin haber terminado de partir, estaba llegando. Y con el último anuncio de su llegada, había comenzado a partir.
Cuando fuimos invadidos por los enanos del olvido - Los que no saben reír – entre muchos daños que nos hicieron, nos robaron la memoria. Por eso es necesario contar cosas que todos sabíamos pero que no nos dejan recordar.
Cuando nos robaron la memoria, la calesita quedó suspendida en el tiempo de partir, sin tener adonde volver. A veces, andando por las calles de algún barrio lejano y desconocido (donde siempre hay refugio para silbidos a las muchachas y pájaros melancólicos) la vemos aparecer fugazmente, buscando un tiempo y un lugar para llegar. A nadie se le ocurría preguntar de donde venía ni quién la traía.
Los mayores creían que la música salía de un disco, porque cuando crecen se alejan de la inocencia. No les está permitido ver la magia cotidiana. En realidad la música era interpretada por una banda de jocosos duendes que bailaban, tocaban sus instrumentos y nos hacían guiños desde el techo de la calesita.
Si los mayores hubieran podido andar por los potreros, baldíos, esquinas, de todos los barrios y los pueblos, estar al mismo tiempo por todos esos lugares, hubieran descubierto el principio del misterio.
Pero todos sabemos (aunque no nos acordamos) que eso sólo lo hacen los nobles ancianos - los que custodian la ternura del hombre - y los hermanos mayores - que descansan en el sueño donde el principio y el final juegan a ser dioses y por desconocido le llamamos muerte.
Por eso nunca se dieron cuenta que todas las calesitas tenían los mismos caballitos, carrozas, elefantitos. Mucho menos supieron que los calesiteros que ofrecían la sortija, tenían la misma cara, la misma sonrisa, los mismos gestos. No podían saber que no había muchas calesitas, sino una sola que aparecía en todas partes al mismo tiempo.
Las mamás, los papás, abuelos, tíos, veían a su niño dar vueltas, sin darse cuenta que en cada giro pasaba un niño distinto, que venía de algún lugar lejano donde habían subido a la calesita.
Cuando éramos pibes (cosa que especialmente los enanos del olvido - los que no tienen ojos para no ver la vida - no nos dejan recordar), elegíamos el caballito blanco de ojos audaces, al ponerse en movimiento, se apartaba de la plataforma de madera y nos llevaba a galopar por las inmensas llanuras del país. Quizás, en medio de un malón. Tal vez, acompañando las largas jornadas de viejos arrieros.
Si acaso montábamos el caballito oscuro, nos podía llevar más lejos, a las praderas del norte, por ejemplo, cuando la única preocupación que tenían por allá era llevar carretas de un lado para otro, perseguir indios y salvar muchachitas rubias.
A veces ocupábamos bellas carrozas doradas y sin darnos cuenta en qué momento, saltábamos por las calles empedradas de las viejas ciudades de Jack London. Había llamas o guanacos que nos trasladaban a regiones totalmente desconocidas en las alturas andinas, con enormes valles y profundas quebradas, con niños, hombres y mujeres, con vestimentas nunca vistas por nosotros, ya que no aparecían en los libros de aventuras ni en las revistas de historietas. Y una música que no escuchábamos en nuestro mundo cotidiano. No teníamos modo de saber que estas llamas y guanacos nos llevaban de viaje por nuestras raíces, que los enanos del olvido - los que perdieron las manos por no saber hacer una caricia - ya nos habían robado, antes de robarnos la memoria.
Cuando la sortija se colgaba de un pequeño y ansioso dedo, bajo la atenta y compinche mirada del calesitero, significaba que la misión del viajero no había terminado, teniendo que volver a la región mágica que le había tocado y dejar las cosas en orden para el próximo visitante. Cuando los chicos lloraban que querían una vuelta más, los mayores no podían saber que el llanto era también de pena, por la tristeza del mundo fuera de la calesita.
En definitiva, éste era uno de los territorios libres de la maldad de los enanos del olvido - los que nunca fueron niños -. Como todo misterio que se respete, debía ser conocido sólo por un grupo de elegidos. Estos eran los chicos que viajaban en calesita, mientras estaban en ella. Al bajarse, se olvidaban de lo que les había sucedido. Pero no de sus emociones.
Los enanos del olvido - los que no tuvieron ni tendrán lugar permanente en el mundo - preocupados por no poder vencer la magia de la calesita, comenzaron a ocupar los lugares donde acostumbraban a llegar.
Fue una delirante carrera para encontrar lugares vacíos y construir bancos, financieras y muy especialmente playas de estacionamiento, porque es mucho más fácil dominar a quienes detienen su camino, por el mismo motivo que no se puede quitar la libertad a aquellos que mantienen su decisión de avanzar por la vida.
Estos baldíos, potreros, esquinas, eran los países del mundo de la Utopía. Sus habitantes fueron perseguidos. Las viejas y queridas pelotas de goma (aquellas pelotas rayadas) comenzaron a saltar los paredones pidiendo asilo a las vecinas rezongonas. Las bolitas (cachuzas, lecheras, aceritos, bolones) buscaron los hoyos dejados por los chicos y al arrojarse caían en agujeritos sin fondo, buscando la región de la niñez eterna. Los trompos de madera, astillados en cientos de combates, se unieron a las bolitas girando y ahondando los hoyos con sus púas. Los barriletes se soltaron de los piolines que los unían a la tierra y volaron al reino de los pájaros. Aquellos autitos rellenos con masilla, arreglaron sus ruedas gastadas en discutidas carreras y partieron en un viaje que no tendría llegada hasta que el hombre recupere su memoria y la calesita tenga donde llegar.
Aquellos que no lograron escapar, fueron capturados por los feroces enanos del olvido - los que se borraron las orejas porque odian escuchar a los demás - y nunca más nadie supo de ellos.
A pesar de avanzar en estos planes, los malvados no estaban seguros de vencer la magia de la calesita. Entonces decidieron prohibir ser niño. En un mundo inescrupulosamente diseñado, ser niño es inventar caminos que no llevan al éxito, sino al placer de andar con un par de golondrinas por zapatos, la sonrisa abrigando el pecho y el asombro despejando las zonas oscuras.
Por eso los enanos del olvido - los que no aprendieron a nacer, sólo a morirse - les temen a los niños. Por eso robaron los padres a sus hijos, los hijos a sus padres. Prohibieron a los músicos y poetas que proveían canciones a los duendes para dar ritmo mágico a la calesita y a todo aquel que tuviera oídos limpios para escucharlos. Secuestraron a los juguetes y ensuciaron los juegos. La mancha fue una culpa, la escondida un miedo, y el vigilante y ladrón un juego del revés.
Dicen los nobles ancianos - los que custodian la ternura del hombre - que habrá años de sequía. Rondarán los cuervos (esos viejos tramposos disfrazados de pájaros) para ocuparnos los nidos. Merodearán las ratas, comiéndonos los pasos (a veces se ponen vistosos uniformes, a veces se visten de ministros). Loros del país repetirán discursos de otros depredadores, que siempre viven lejos. Discursos que como buenos loros, siempre dicen lo mismo: -“Es tiempo de sacrificios” “Con paciencia se gana el cielo” “Es el destino del pobre”.
Sucederán largas lluvias, el viento nos mojará la cara y una tibia humedad envolverá nuestros brazos. Dicen los nobles ancianos que será el llanto de aquellos que duermen sin descanso, porque a ellos les robaron el nombre, el lugar del sueño. Lo mismo que a la calesita, los hicieron partir sin que nadie los viera, sin saber cómo ni cuando. Y borraron los lugares donde podrían volver.
Dicen que será el tiempo de salir a las calles, donde andarán los duendes que bailan, tocando sus instrumentos y alentando con sus guiños. Al compás de su música deberemos cantar.
Cuando un pueblo canta, la vida se estremece. Sacude la hojarasca y todo se renueva como después de un incendio. A medida que avancemos al calor del canto, en cada malvón florecerá una ternura. Los jazmines esparcirán un aroma nuevo con sabor a recuerdos. Cada espina de rosa tendrá la forma del rostro de algún hermano ausente. Las palomas unirán su vuelo hasta cubrir el cielo, recogerán la lluvia de lágrimas hasta formar un mar. Con él, inundarán las zonas del dolor y la tristeza.
Dicen que ese día, cuando se eleve el canto y la tierra despierte al sonar nuestros pasos, los bancos, financieras, todos los cubiles del desamor del hombre, se
derrumbarán hechos cenizas. Detrás de un infinito paredón que une el baldío de los recuerdos con la esquina de la esperanza, saltarán hacia nosotros las pelotas perdidas y habrá espacios libres para que la calesita termine de partir y vuelva.
Después será cuestión de avanzar y cantar. No olvidar el camino andado y por andar. Sembrar en los baldíos malvones con ternura. Al crecer cada día, guardar un pedacito del niño que dejamos. Entonces no habrá enanos ni olvidos que puedan invadirnos. Habrá mañanas en que al abrir la puerta, veremos a los jocosos duendes, bailar tocar sus instrumentos, anunciando que al barrio llegó la calesita

Espantapájaros

La semilla del generoso pan se había esparcido por el campo abierto. La tierra, como madre protectora, le dio calor en su regazo, para esperar la llegada de los humanos. Comprendiendo la importancia del suceso, decidieron formar una cooperativa, el viento, la lluvia, el sol, la luna y todos los siglos pasados y por venir, para asegurar la existencia del pan, en el futuro.
Los niños más antiguos del planeta, los pájaros, descubrieron que el campo era un quiosco de golosinas. Y como todos aquellos que hacen de la vida, un juego digno de ser jugado y quieren absorber los más dulce del día, y es justo que así sea, entre vuelo y vuelo, devotaban la semilla.
Los socios de la cooperativa decidieron intervenir, creando un nuevo habitante que reuniera la fertilidad de la tierra, la alegría del vuelo y lo permanencia de lo naturalmente necesario. Cuerpo de madera, del árbol que sabe de la función procreadora del agua subiendo por sus venas: piernas de paja, hija de la misma tierra, hermana de la semilla que debía ser cuidada de los pájaros; brazos abiertos, como un llamado, como un abrazo tendido al infinito; finalmente fue cubierto con una vestidura vegetal, que luego abrigaría al ser humano. Cuando alcanzó su estatura definitiva, los pájaros, como sucede con los niños, se asustaron y dejaron de picotear el campo. De allí que fue llamado Espantapájaros.
Como sucede siempre, y es justo que así sea, una paloma más audaz e insolente que sus hermanas, se atrevió a desafiar la presencia del recién llegado. Este, que estaba de pie, sostenido escencialmente por la ternura de la tierra, no tenía medios ni intención de hacer daño a ninguna criatura viviente. A partir de allí, los eternos niños del planeta, regresaron a jugar en el campo.
Los socios de la cooperativa, decidieron intervenir una vez más. El sol y la luna maduraron un grano de tdrigo. La lluvia le dio de beber lo necesario para la misión que le sería encomendada, y finalmente el viento lo arrancó de la tierra y lo depositó en el costado izquierdo del afligido espantapájaros.
Le fue creciendo entonces, un corazón verde. Pero, a veces, ante la destrucción, inocente, pero destrucción al fin, que causaban los pájaros, se ponía amarillo de tristeza. Estos entonces, como sucede con los niños, que no saben ni quieren disfrutar de la crueldad, dejaban el campo en paz, Hasta que el corazón del buen espantapájaros recobraba su verdor. Esto se fue fue sucediendo con ayuda de los siglos, hasta que llegó por fin el día de los humanos, que disfrutaron del pan, extendido por la tierra.

Pero, natural y lamentablemente, los humanos dejaron de ser niños, y no sabemos si es justo que así sea. Y los juegos dejaron de serlo. Y la inocencia fue reemplazada por la ambición, y esta creó a la envidia, y esta a su vez, creó el odio. Y un día, el campo no fue escenario del vuelo de los pájaros, sino de los hombres persiguiendo, secuestrando y asesinando a los hombres.
Por eso, cuando vean a un espantapájaros, y los eternos niños de la tierra revoloteando a su alrededor, no crean que está comiendo la semilla. Están haciendo jugar al espantapájaros, para que no muera de tristeza, por tantos siglos de cuidar el pan, para que los hombres lo destruyan.

la rebelión de los pájaros

“la jaula es la perfección de la trampa, la estilización de la compulsión, la más fina y aguda forma del dolor”
Hamlet Lima Quintana
Comenzó como un hecho intrascendente. Con la normalidad que adquieren las pequeñas infamias, donde se suman la indiferencia de los que no quieren compromisos, los ojos cerrados de los cobardes, el silencio de los tímidos y la complicidad de los ambiciosos. En ese universo hacen su negocio los miserables.
Comenzó con un vendedor de pájaros que se instaló en un rincón de la feria. El vendedor de pájaros es la continuidad del cazador. El cazador es el represor de la naturaleza. Captura pájaros por ser culpables de volar, de dar movimiento al cielo; por el delito de cantar, poner armonía a los silencios; por la irracionalidad de ser bellos y felices sin dañar a nadie.
El cazador hizo la jaula como síntesis perfecta de su visión del mundo. La forma material de la mentira: Se toca el viento, se respiran los espacios, pero no se puede llegar a ellos. Las rejas permiten ver el mundo, pero no ser parte de él. El vendedor de pájaros es quien le pone precio al canto, a la libertad de volar. El carcelero de la ternura.
Todo eso se instaló en un rincón de la feria sin que a nadie le llamara la atención. Mucho peor, poco a poco llegaron compradores, es decir, quienes pagan para ser carceleros. Eligen las jaulas más vistosas para que la mentira luzca hermosa. Por un puñado de alpiste y un poco de agua, exigen que canten, que inunden sus hogares de paz y de dulzura. Cuando un pájaro muere, los carceleros se sienten estafados.
El vendedor de pájaros comenzó a hacer un gran negocio. Cada vez tenía más pedidos. No le alcanzaban las víctimas para vender. Siempre hay oídos para las malas noticias y ésta llegó a otros vendedores de pájaros que fueron ocupando todo lugar disponible en la feria.
Como sucede siempre en “el libre comercio”, se generó una feroz competencia por presentar los más bellos ejemplares, los más exóticos o canoros. Esto produjo una mayor demanda de víctimas y cazadores. Subieron los precios, lo que provocó mayor interés en la caza.
Desde los métodos más perfeccionados hasta la vieja y siempre eficaz trampa de doble jaula. Es una jaula dividida en el medio por rejas que pueden levantarse desde afuera. En la jaula del fondo, un pajarito cautivo. En la jaula de adelante, alimento y agua. El prisionero toma conciencia de su soledad. Todo está al otro lado de los barrotes: la luz, el aire, el aroma de la hierba húmeda de rocío. De este lado, él, que dejó de ser un pájaro para ser un dolor. Entonces canta. Podría ser un llanto mezclado con la niebla de sus días sin espacio. Quizás un poema para volver al mundo.
Los espíritus de los bosques, que habitan en el tronco del árbol más anciano, dicen que sus notas son semillas de ángeles. Siembran porque saben que de su prisión ya no saldrán con vida. Aquellos que conocen su idioma, siempre se negaron (ellos saben por qué) a trasmitir el secreto a los humanos.
A veces aparecen quienes hablan con ellos. Son hombres con ojos de niño y corazón de pájaro, ferozmente perseguidos por otros cazadores. Podrían enseñar a los indefensos como enfrentar y vencer a la trampa. Podrían enseñar al resto de los hombres, las formas y el sentido de la libertad.
Los pájaros, como los niños, son golosos porque saborean cada partícula de vida. Son inocentes porque su vuelo supera a la maldad. Inevitablemente se acercan a la trampa, revolotean alrededor de ella hasta que alguno decide probar el alimento y el agua. Apenas entra, las rejas de entrada caen... hay un nuevo prisionero.
Mientras el cautivo burla a los barrotes con notas transparentes, el engaño teje su siniestra red con hilos pegajosos. Es un mecanismo perversamente simple. Primero se tortura al secuestrado a golpes de recuerdos, por el sencillo método de amontonarle el vuelo, los árboles, la brisa, detrás de los barrotes, para arrancarle el canto que atraiga a sus hermanos.
Luego se utiliza como elementos de la trampa, la bondad de la víctima, su incapacidad de reconocer la mentira. Cuando la trampa no funciona, cuando los seres libres deciden protegerse, el cazador saca a relucir su instinto y mata.
Volviendo a las reacciones producidas por la venta de pájaros, corrió la noticia de la existencia de la feria. Comenzaron a llegar compradores de otros barrios, es decir, aumentó la demanda. Y hubo más cazadores y más vendedores... y más compradores que exigieron más cazadores y más vendedores.
Pronto faltó lugar en la feria. Los vendedores de pájaros desalojaron a viejos puesteros, hasta que toda la feria fue ocupada por pájaros enjaulados y carceleros.
En el mundo de los pájaros cundió la alarma. Ante la feroz persecución desatada, la primera reacción fue alejarse de la zona de peligro. Aprendían que había seres de los cuales era necesario ocultarse. Tomaron conciencia del peligro de cantar en libertad. Ante la menor señal de la presencia del hombre se confundían entre la vegetación o en los recovecos de la piedra, disimulaban su canto, ocultaban sus nidos, escondían sus pichones.
Pero el triste ejemplo de la feria de pájaros fue imitado en otros sectores de la ciudad, hasta que cada barrio tuvo la suya. Todas las mañanas al asomar el sol, se oían tímidos y suaves gorjeos que se iban sumando hasta ser miles, creciendo de tono y de volumen hasta subir al cielo como un salmo universal que parecía surgir desde la tierra misma; una diaria y colosal plegaria de tristeza sacudiendo el corazón de todos los seres vivos, menos el de los habitantes de la ciudad que ya no tenían oídos para la ternura. Este ritual cotidiano, esta canción de dolor, conmovió al fin las raíces del mundo de los pájaros.
Desorientados, iban perdiendo hasta el placer de volar, pensando en sus hermanos presos, hasta que el clamor llegó a la región del cóndor, señor de las alturas.
Colérico, el cóndor convocó de inmediato a todas las especies de aves existentes, a reunirse en la montaña. A quienes intentaron la excusa de no estar preparados para el clima o las alturas, les respondió tajante: -“Quien no tenga el valor, el temple, de afrontar las cumbres, merece ser sometido a la esclavitud”.
Fueron llegando. Allí, donde hasta el aire se acerca con cuidado y de pura enormidad de cielo y tierra, se congela. Donde el árbol no se atreve. Fueron llegando. El albatros, veterano de los mares. Una ráfaga helada anuncia pingüinos, cormoranes. Maternal y a zancadas la cigüeña; la gaviota busca un rincón para descansar de su largo viaje.
Con aire belicoso y muy seguras, todas las clases de águilas hacen espacio a su vocera, el águila real que dice:
-“La cosa es clara. El hombre entiende de violencia. Que entienda entonces. Por cada ave prisionera, ataquemos a un hombre”.
-“¡Es justicia!” - Dice el coro de águilas.
-“¡Hagamos justicia!” Apoyan los halcones.
Se alzan voces agudas, roncas, suaves.
- “¡Qué haya orden!”. Alza su voz el cóndor.

Reflexivo, el viejo búho dice:
-“Que alguien redacte el acta. Que todo quede escrito”.
Socarrón y pendenciero, el tucán opina: -“Que se encarguen las cotorras que tienen experiencia. Escuchan y repiten”.
Como un pequeño copo verde, una cotorra se afirma en sus patitas chuecas: -“Si están todos de acuerdo, nosotras aceptamos”. - Y se aprueba. Llega también la noche a la montaña. La luna quiere estar presente. De pura timidez se cuelga de un afilado pico y aporta con su luz, que es importante. Ninguna estrella se quedó en su casa. Un poco por curiosas (son mujeres), un mucho solidarias (son mujeres).Un aullido atronador como cientos de jaurías, cruza pendientes y quebradas. Dueño de casa, el cóndor dice:
-“Hermano viento, es hora de organizarnos. Ya habrá tiempo de levantar la voz”.
El viento se detiene. Siguen llegando aves. Un numeroso grupo se presenta organizado. Parientes casi todos, Perdices, gallos, pavos, gansos. El pavo real habla por ellos. Despliega su cola, cada pluma son ojos de colores para mirar a todos y que todos lo miren:
-“Nosotros convivimos con los hombres desde hace mucho tiempo. Los hay crueles, inconscientes. Pero también los hay nobles, compañeros. Hay hombres prisioneros de los hombres”.
Un cisne destaca el blanco interrogante de su cuello:
-“Es posible dialogar con ellos. Habrá quienes entiendan la injusticia”.
Un ceremonioso cardenal pregunta:
-“Si eso fuera cierto ¿En qué lenguaje les hablamos? ¿Cuál idioma nuestro es el qué entienden?”
No hay respuesta. Pasan las horas y las voces. Propuestas y rechazos. La luna soñolienta se despide. Agotadas estrellas van cerrando sus ojos. El sol a manotazos hace a un lado a una nube remolona que no le deja ver quien habla. Con el miedo natural del sometido, las gallinas piden la palabra. Cacarean todas juntas para juntar coraje:
-“No hagamos locuras.
–Resistir es imposible.
–Nunca se hizo.
- Con el poderoso no se puede.
- Hay que resignarse”.
La tormenta se desata en la montaña. No es de viento, ni de agua, ni derrumbe. Es todo eso y más que eso. Es la respuesta, el clamor, la indignación del perseguido:-“¡Fuera con los cobardes!.-!Qué los echen!.- ¡Vuelvan al gallinero!.-¡Vayan a entregar sus hijos para que engorde su amo”!
Mientras abajo, muy abajo, duerme el cazador su eterna pesadilla de cacería y muerte, por encima de sus negros sueños la ternura comienza a romper la trampa.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Parábola en gris

(La rebelión de los pájaros. Segunda parte)

La reunión de los pájaros se extendió días y días. Tanto tiempo que sería muy largo comentarla aquí. Quien esté interesado puede consultar las actas redactadas por las cotorras. Sus copias están guardadas como es natural, en los picos de las altas montañas donde la tierra se estira para besar al cielo.
Hubo rumores difundidos por urracas y loros barranqueros, que montada sobre bravas sudestadas se hizo presente una delegación de ángeles que, es obligado reconocerlo de acuerdo a los rumores, no se ajustaban mucho a la imagen ortodoxa de los ángeles. No eran sonrosados, no tenían rostros de querubines ni dulces expresiones. Eran morochos de mirada dura, franca y abierta, manos encallecidas, cuerpo macizo; pero eso sí, con alas. Son los ángeles guardianes de los humillados, que reclamaron su derecho a participar en la reunión por su condición de seres alados.
Dicen que hubo quienes intentaron oponerse, por que ésta una cuestión de pájaros y sólo ellos debían resolverla. Pero no tuvieron eco. Los ángeles aconsejaron buscar apoyo y solidaridad en todos los reinos de vida conocidos en la tierra y el agua.
Entonces partieron hacia todos los rumbos, los incorregibles vagabundos de los cielos, con gorjeos, graznidos, gritos, despertando al planeta. Todo el reino animal se sumó a la protesta. Hay otra forma de vida que alimenta y alegra al hombre desde su nacimiento: plantas, flores, árboles. Estaban enterados de la situación por los duendes de los bosques, que contaban todo lo que veían y escuchaban a los juguetones espíritus de las flores.
También el viento traía rumores e inquietudes que depositaba entre las ramas de los árboles. El reino vegetal decidió adherirse. Las flores pidieron al viento y a las abejas, que llevaran su polen lejos, donde ningún hombre de ciudad pudiera volver a verlas. También los árboles estrangularon sus propias raíces. Las plantas más pequeñas desaparecieron bajo tierra por los caminos subterráneos de las hormigas y volvieron a aparecer en lugares lejanos.
Se fue creando una ancha franja de vacío y silencio en torno de las grandes ciudades. El viento se detenía confuso y triste. No había hojas sueltas, ni pájaros ni mariposas con quien jugar. Así que se iba lo más rápido posible, convirtiéndose en una ráfaga violenta que golpeaba feroz las paredes, castigaba las manos y los rostros de quienes encontraba por las calles, dejando al retirarse mayor vacío y silencio.
El sol, enojado por esta situación, aparecía por las ciudades muy de vez en cuando. Los días que llegaba, lo hacía con todo su poder. Cada rayo era un dedo candente que obligaba a hombres y mujeres a buscar refugio. Como no había árboles que ofrecieran su sombra, debían hacerlo en el interior de los edificios.
Los habitantes de las ciudades aprendieron a temer a los espacios abiertos, encerrándose cada vez más en sus casas o en sus oficinas tristes y sombrías. Todo fue silencio y soledad. Las torres de cemento, hierro y vidrio, eran opacos esqueletos grises. Si alguien reía, sonaba como una nota falsa. Como un violín desafinado en medio de la noche. Los sonidos se unificaron en un ronco murmullo jamás quebrado por una nota aguda o cantarina.
El hombre fue acomodando su voz a este tono dominante, desarrollando sus conversaciones en susurros graves y monótonos. Como la forma tiene que ver con el contenido, sólo se hablaba de temas serios o de desgracias. Así fue que un día, cansada de ser dejada de lado, la alegría también se fue de las ciudades.
Todo fue tomando un color gris. Triste y frío gris de piedra. Las paredes descascaraban su pintura, dejando el cemento al descubierto. Los campanarios de las antiguas catedrales tañían grises campanadas petrificando los relojes. Los pasos de la gente se fueron haciendo gris. Sus voces eran grises y sus miradas grises sólo veían en gris. Por eso no pudieron darse cuenta que un día, las uñas se les ponían grises, luego los cabellos, también la piel se les puso gris, hasta que todos los habitantes de las grandes ciudades, aún los muy jóvenes, no sólo se veían sino que eran grises.
Todo, absolutamente todo en las ciudades tuvo un monótono e irremediable gris. Comenzó a suceder que alguien distraído, cansado o aburrido, se apoyaba en una pared. La pared era gris, el aire gris, el hombre gris. Sólo con mucha atención se distinguía su sombra. Pero la sombra de pronto se hacía gris y ya era imposible verlo, había desaparecido. El fenómeno se fue extendiendo y acelerando. Alguien se caía en la calle, un resbalón, un tropiezo, y su cuerpo gris caía sobre el cemento gris. Ya no volvía a levantarse ni aparecer jamás. Cruzando una plaza gris, despojada de árboles y pájaros, alguien decidía sentarse un momento sobre un banco de piedra. Tampoco volvía a aparecer.
A veces, en la minúscula soledad dentro de la multitud de hierro y piedra, alguien, por impulsos que no reconocía (habían olvidado sentir penas, alegrías, nostalgias, esperanzas), sentía una rara comezón en los ojos. Quería llorar y no sabía. Hacía mucho tiempo que tenían el corazón de piedra. En realidad fue lo primero. Allí, en el corazón de piedra comenzó esta historia.
El silencio, el gris, la soledad, avanzaron hasta apoderarse por completo de las grandes ciudades. El viento no se atrevía a cruzar por ellas, siendo reemplazado por un polvo ceniciento. La lluvia se cuidaba de caer lo más lejos posible. El sol desviaba sus rayos para no tocarlas. Hasta el tiempo se olvidó de pasar por las ciudades, de manera que la vida se olvidó que hubieran existido.
Los animales volvieron a sus medios naturales. Los pájaros recuperaron su costumbre de volar y cantar libremente por todos los cielos y los ángeles y duendes volvieron a sus asuntos que no podemos decir cuáles son, porque solamente ellos saben que hacen cuando no se ocupan de nosotros.
Esta historia debería terminar aquí, pero ¿cuándo no?, intervino una paloma. Una blanca paloma que llevada por el impulso de su propio vuelo, se encontró sobre una de aquellas olvidadas, silenciosas, inmóviles moles de cemento, hierro y vidrio. Se posó sobre la torre más alta, agitó sus alas blancas y comenzó a cantar. Las notas de su canto salieron en colores. El sonido y la luz sacudieron al tiempo detenido. Este bostezó, estiró sus brazos entumecidos.
Entonces llovió. Llovió más allá de los días necesarios para el milagro. Como si el tiempo se hubiera olvidado nuevamente. La lluvia carcomió el hierro de los colosales edificios, oxidó los barrotes. El moho cubrió las jaulas construidas por los cazadores, hasta que se disolvieron en un polvillo sucio que las aguas arrastraron por los canales del olvido.
Luego cesó la lluvia... y se hizo presente el viento. Fue un inmensurable tiempo de viento huracanado que volteaba estatuas, casi todas de célebres guerreros. Hubo años de suaves brisas sobre los duros perfiles de la piedra. Hubo vientos que silbaban dulces melodías estremeciendo al monótono gris y penetrando en los más recónditos rincones, en busca de los desaparecidos.
Luego, sin aviso, casi con prepotencia, llegó el sol. Pintó de amarillo las paredes, las calles, las chimeneas. Amarillos brillantes, suaves. Amarillos rabiosos, pálidos. Entusiasmado, el sol comenzó a jugar con su propia luz, creando reflejos azules, rojos, anaranjados, verdes.
El viento arrancó un pimpollo de rosa color sangre. Lo llevó hasta el centro mismo de la ciudad que se negaba a despertar. El gajo del pimpollo se introdujo en una grieta del pavimento. Al germinar y echar raíces, sacudió los cimientos de la ciudad que crujió de dolor. La ciudad lanzó un gemido que no podía ser escuchado con los oídos sino con el corazón. Todos los seres vivos se conmovieron. El tiempo se decidió a poner en marcha relojes y calendarios, y la vida, la vida plena, sin exclusiones, autorizó a las ciudades a hacerlo todo de nuevo.
El final de esta historia está en manos de cada uno de nosotros, para hacerlo y contarlo como nos parezca.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La zafra y la ausencia

Con los primeros fríos, llegaban en sus carros los santiagueños. Desde los abuelos hasta los recién nacidos.
Venían a la zafra con todo lo que tenían, y todo cabía en un carro.
Colgados en los costados, ollas, Sartenes, catres. Ropa, cubiertos, platos envueltos en frazadas. Zapallos, mistoles, cabritos, alfarería para vender en le pueblo. palas y machetes para su trabajo. De ahí pude reconocer, pasados los años, la tristeza y el dolor del exilio.
Se instalaban en campos que rodeaban a los cañaverales y levantaban sus ranchos, Preparaban el adobe con los gritos de las madres, las risas y las corridas de los chicos, las guitarras y canciones de los hombres.
Hombres, mujeres y niños iba al surco antes de las primeras luces, a enfrentarse al cañaveral.
Sólo quedaban en las casas, los muy viejos o los demasiado chicos, pero también hacían su parte. Cuidaban a los animales, preparaban la comida, llevaban la vianda al mediodía y a la tarde, para que los peladores no perdieran tiempo.
Los sábados por la noche, los jóvenes iban al baile. Los mayores se juntaban en la confitería, con sus guitarras llenas de coplas y chacareras, el vino jolgoriento y las periódicas peleas.
Camilo reccclamaba que lo confirmaran en el ingenio para casarse con María. Don Ramón, que vio nacer a todos en el pueblo, decía que Camilo era producto de un buen año de zafra. Cimbreante y flaco.
Un penacho rebelde y oscuro, coronaba su figura. Las ganas de vivir se le veían correr por las venas. Sonrisa apenas adivinada en un rostro que reflejaba el color de la tierra. Más que breve en su lenguaje. Pero sonrisa y palabra eran desatadas por la presencia de María. Don Ramón lo interpretaba: - María es un pájaro danzarín, Un duende que atiende en el almacén de Abdala. Los dos habían nacido en el pueblo. De padres que habían nacido en el pueblo y abuelos que era raíces del pueblo. Por eso iba a hacer su hogar ahí mismo, y tendrían hijos como páginas nuevas en la historia de su pueblo. No por nada lo habían elegido delegado en la última asamblea.
No un buen día justamente, al levantarnos, notamos que algo extraño pasaba. Se trataba de Camilo.
Al salir de la escuela buscamos su sonrisa en la plaza, y no estaba. Por la tarde, desde la puerta de la confitería. Escuchamos a los hombres, armar los hechos.
- María lo esperaba a la salida del almacén, y no llegó.
- Lo vi salir del ingenio. Me pareció que lo seguía un auto desconocido
- Don Abdala no lo vio pasar para su casa.
- María lo buscó y nadie sabía nada.
- Tenía un regalo para darle. Era un corazón hecho de azúcar.
- Quedó olvidado en el mostrador del almacén.
En un pueblo no hay rincones donde ocultar una historia. Se supo que un policía, nuevo en el destacamento, había andado haciendo preguntas sobre Camilo. Nosotros éramos un volcán de preguntas. ¿Qué tenía que ver un policía con Camilo? ¿Qué tenía que ver Camilo con la ausencia?
. Don Ramón, Con ojos pacientes y lejanos, mira a María atendiendo en el almacén. – Ella fue siempre un cascabel de risas, ahora es la sombra del silencio-
Las tormentas de verano, suelen ser violentas, descontroladas. A veces se van anunciando con una calma pesada. El aire, la tierra, la gente, los animales, se van cargando de presión, en un parpadeo, el cielo o el infierno se desatan. Fue un sábado a la noche, en el baile. Los zafreros, que ya habían juntado varios vinos en su tristeza, se cruzaron con el policía nuevo. Hubo un empujón y la tormenta de insultos y algún machete enarbolado.. Los gritos llegaron a la confitería. También a la comisaría. Como un tornado envolvió a los mayores. Las mujeres salieron a defender a sus hombres. Todo el pueblo fue una tormenta. Breve en su desarrollo, profunda en sus consecuencias.
Terminó la zafra. El sol del verano y las aguas heladas que bajan de los cerros, no pueden lavar heridas y resentimientos.
Los misterios suceden por la tarde. Cuando el sol de la siesta duerme al hombre, hace bailar hasta las piedras, con una música que produce el viento y que tan sólo los chicos pueden escuchar con un oído oculto que tienen en el pecho.
Quizás por eso, Camilo apareció a la hora de la siesta.
Don Ramón fue el primero en verlo. Con una sola mirada sentenció: -Ya no es un puma morodeando por el campo, ahora que perdió las alas, es sólo una hombre triste.
Pasados los días nos fuimos acostumbrando a verlo aparecer a la hora del crepúsculo, sentarse en un banco de la plaza y dejar caer las horas de cara a la estación.
En un estante del almacén quedó olvidado el corazón de azúcar. Uno de esos días, a la hora de la siesta, se partió en innumerables pedazos.
MI abuelo se llevó uno pequeñito. Todavía lo conserva en el aparador. Últimamente se parece a una lágrima.

Viaje en subte

Entra al subterráneo con el mismo cansancio con que llega al trabajo, todas sus mañanas. Prefiere viajar en colectivo. Los ruidos son más habituales, bocinas, disquerías, caños de escape. El atronador y monótono ruido del subterráneo, impone un silencio humano que muy pocos se atreven a interrumpir.

A pesar de los años en Buenos Aires, tiene presente a su gente en su pueblo tucumano. Allí, el hombre enfrenta la imponencia de los cerros, o la distancia de los valles, y lo resuelve a los gritos, para tener presencia en la inmensidad.

En la ciudad, se calla. Cede espacio a los ruidos de las máquinas. De tanto en tanto, la ciudad estalla con violencia. A la agresión sin nombre ni apellido, suma la de unos contra otros.

Delante de él, está sentada una muchacha bonita, coquetamente vestida. Piensa en su mujer, anoche, en el mínimo espacio de comer agotado, le comentó haber visto unos zapatos en oferta. Si los compra, no llegan al veinte. Y no hay vales antes de esa fecha.

¿Qué estación será la que pasó? Once no puede ser, ahí sube y baja mucha gente. Estaba tan distraído que no se fijó en que estación estaban ¡Sería el colmo que se pase ¡ ¡Esta maldita costumbre de salir con el tiempo justo!

Observa a su alrededor. Casi todos tienen la misma expresión confusa que supone debe ser la suya. En la mirada de la joven bonita cree notar una chispa de temor. Bueno, pasarse de parada no es para tanto.

Están llegando a una estación. El subte no disminuye la marcha. Pasa con tal velocidad que no tiene tiempo de leer algún cartel indicador. Si no fuera absurdo, diría que no hay ninguno . Se siente desubicado, luego recuerda que después de Once, hay una estación clausurada. La chica intenta una pegunta o decir algo a la señora sentada a su lado. Esta, asiente con la cabeza y desvía su mirada hacia la ventanilla. Él acompaña su mirada y cree notar algo particular en ellas. Son más pequeñas que las habituales; hay algo más, algo que atrae la mirada. ¡Claro! Tienen la forma de una pantalla de televisión. ¡Qué cosa! Seguramente alguien habrá descubierto que eso produce algún efecto en los pasajeros.

Distraído, cree reconocer imágenes en la pared del túnel Cerros. ¡Cuánto hace que no los ve!

Nunca había viajado; cuando su madre dice: Buenos Aires, trata de imaginarse un lugar más lejano que el pueblo donde compran mercadería, el día de pago. El viejo y familiar colectivo, que toca bocina cuando pasa por la canchita, los lleva hasta la enorme estación provinciana. Corridas, apretones, la ansiosa búsqueda de sus asientos, acomodar sus bultos, hasta que por fin, quedan acomodados para el viaje.

Nadie le había dicho que los cerros se mueven. Sin embargo pasan, cambian de lugar, se esconden, unos detrás de otros. Cuando se acercan al primer pueblito, cree que es el suyo. Luego, podrá descubrir cuantas veces se repite. Ve a su vieja barra, que todavía no tiene tiempo de extrañar. Dos pueblitos después, reaparecen. Incluso él mismo, corriendo y gritando al costado de las vías. Se acuerda que José no le devolvió el rollo de hilo que usa de sedal cuando van a pescar al arroyo. Quiere gritar, saludar, pero se lo impide el vidrio de la ventanilla, que su padre cerró, por las nubes de tierra que los envuelve.

Algunos pasajeros se amontonan frente a las puertas. La señora sentada frente a él, permanece rígida, reza en silencio, mirando al vacío. La joven bonita, estira su cuerpo por encima de la señora, para mirar por la ventanilla. Esto le permite una amplia visión de sus bien formadas piernas, de todas maneras no demasiado ocultas por la pollerita corta. En medio del vagón, una parejita se abraza y se ríe.

La velocidad del subte aumenta. El ruido es insoportable, Se levanta de su asiento. Un señor muy bien vestido, que disimula sus canas, le toca el hombro desde atrás. Al darse vuelta, lo encuentra mirándolo fijo a los ojos, mientras le suelta sobre sus narices, un alud de palabras. Sólo escucha fragmentos. A su costado, en el asiento inmediatamente posterior al que él ocupa, hay una señora con tres chicos. Dos lloran, mientras el mayor, doce o trece años, está concentrado en subir y bajar el freno de emergencia.

Pasan una estación, tan velozmente que apenas la puede entrever. Con la misma velocidad que el tren, avanza la tarde. En medio del cansancio y su asombro, ni se da cuenta cuando cae la noche. Probablemente se durmió con el crepúsculo y despierta en las sombras. Intenta ver algo por la ventanilla y sólo encuentra una cortina negra. Todo queda en manos de la noche. De vez en cuando, aparece, siempre a lo lejos, alguna luz. Imagina que son centinelas que deja la gente para cuidar la tierra. Su madre está despierta. Busca acurrucarse en ella, que lo mira con una mínima sonrisa.

- Mamá ¿Cuándo vamos a volver a casa?

Ella lo mira con tristeza.

- No lo sé m’hijo, algún día

- ¿Qué vamos a hace en buenos Aires?

- Vamos a ver, hijito, lo que podamos.

La ciudad los aguarda con sus fauces húmedas de smog y restos de ilusiones entre los dientes.

Las estaciones pasan, como pegadas unas a otras. La ausencia de información, aumenta el desconcierto. Surgen gritos, desmayos, corridas, aislados ataques de histeria que desembocan en una reacción colectiva, quedando muy pocos a salvo. Poco a poco se serenan, vuelven a sus asientos como chicos avergonzados. Hay quienes resisten. Permanecen frente a las puertas, recorren las ventanillas con los dedos, una y otra vez, buscando el resorte mágico que las abra. Buscan apoyo con la mirada, hasta que terminan por sentarse.

Vuelve a su lugar, junto a sus compañeros de viaje. Por supuesto, no están intactos, la señora tiene desarmado el duro rodete, desgarrada una media, en la rodilla de rezar, y un desgarrón no tan evidente pero mucho más grave en su misticismo. A la joven bonita, le falta un botón de la camisa, tiene corrida la pintura de los ojos y la pollera arrugada, producto de una brutal caída y haber estado a punto de ser salvajemente pisoteada. Recién se da cuenta, que el señor bien vestido, que oculta sus canas, va sentado a su lado. Ya no es el mismo. Su traje no luce descuidadamente elegante, su piel se marchita, como el pétalo de una flor, en un trabajo d fotografía acelerado.

Un hombre obeso, sentado pasillo por medio, frente a la imposibilidad de sostener un diálogo con sus compàñeros de asiento, exclama, levantando la voz.

- ¿Alguien sabe adónde vamos?

El silencio de los pasajeros se hace espeso. Un adolescente de vaqueros y cabellos largamente despeinados, explota. -

. ¡Yo no quiero ir a ninguna parte! ¡Será mejor que alguien detenga esto o…

Su voz se va apagando y su postura de desafío se disuelve en una actitud de súplica. se desata una catarata de voces, donde se entrelazan maldiciones, inovaciones mìsticas, llamados a la cordura, protestas.

El vocerío es infernal. Llantos de decepción, llamados, gritos de reencuentro. Ellos en medio, sin nadie a quien abrazar ni de quien esperar una bienvenida. Sólo una dirección en un pedazo de papel. El paso fugaz, por una ciudad, con edificios que parecen atravesar el cielo. Luces, como jamás llegó a ver en su vida. Multitudes, y un concierto atroz. Luego, un lugar más emparentado con su pueblo. Calles de tierra, ranchos, hombres y mujeres de piel oscura, el aire es otro, le falta azul. Los gritos no son cordiales, sino agresivos. El horizonte no tiene cerros, sino edificios que los rodean y vigilan con sus múltiples ojos, desde su imponente altura.,

Ojos, así la parecieron al principio las luces rojas y amarillas que pasan pegadas a las paredes del túnel. Un momento. ¿Cómo puede distinguir las luces a tamaña velocidad? Comprueba que el subte está desacelerando. Se hacen visibles las paredes, la oscuridad adopta formas, un susurro recorre el vagón ¡Una estación! Se afirma tenso, en el borde de su asiento, listo para bajar en cuanto la trampa subterránea se detenga., Calcula la posibilidad de pararse frente a la puerta, pero por una parte, el temor a la frustración ¿Y si no para? Por otro lado, el maldito prejuicio de quedar en ridículo. Lo mejor es esperar que se levanten otros.

La multitud desborda la estación. El tren para, las puertas se abren y comienzan a ingresar. Sin apuros, demoras ni confusiones. Un espectáculo que parece no terminar jamás. Es imposible que suban todos., Sin embargo pasan, se acomodan. Buscando una explicación, se le ocurre que quizás, agregaron algún vagón.

Un hombre joven, se levanta, se mezcla con la gente que busca lugar, se acerca a una puerta y en el preciso instante en que el subte arranca, salta al andén. Cuando su rostro pasa frente al evadido, se miran a los ojos. El maldito insolente, los dejó con su cobardía en la vidriera.

Le llama la atención no ver a ninguna de los que intentabanabrir las puertas. Los busca con la mirada, simplemente no están.

Se perfila entre los primitivos viajeros, dos reacciones: unos, a quienes el episodio resulta el golpe demoledor, ya no intentarán rebelarse. Otros, se afirman en su intención de buscar una salida.

El ingreso de la multitud, hace más difícil la comunicación. La joven bonita va recomponiendo su figura. Sus mejillas retoman color y una chispa animosa pugna por afirmarse en sus pupilas. La señora se sumerge definitivamente en su Nirvana privado. El señor a su lado, trata de reponerse. El jovencito de vaqueros, emite intermitentes y desesperadas señales, buscando apoyo. Los ojos del pasajero evadido, clavados en los suyos, lo obligan a alentar al muchacho. Instantáneamente, este endereza su cuerpo, se afirma en su asiento y mira con firmeza a su vecino. Ya no se puede desprender, el chico está bajo su responsabilidad. El hombre obeso, no se da siquiera la posibilidad de resistir. La parejita sigue tomándolo todo a risa.

La joven bonita lo está mirando ¿Qué pasa? ¿Otra protegida? Esto le pasa por meterse donde no lo llaman. Inútilmente trata de no mirarla. Ella inicia una sonrisa, con un aleteo de sus pestañas, como un pájaro asustado. No tiene más salida que responder a la sonrisa. Alarmado, escucha su propia voz:

- Tranquila, en la próxima estación bajamos

- ¿Cómo vamos a hacer?

La voz responde a su figura, chiquita y dulce. Él se ve una vez más, en la obligación de asumir respuestas.

- Como el que se bajó recién. Cuando empiecen a subir, nos mezclamos con ellos

Se pregunta cómo sabe que en la próxima estación, subirá más gente, o que habrá una nueva estación. De algún modo, siente que lo sabe, ella también.

Esa chica está tan desamparada como él. Se encontraron en el momento justo, para darse cuenta cada uno, de la existencia del otro. Siempre tuvo el maldito problema de no saber que decir a una mujer. Con ella es distinto, no es que le suelte la lengua, ella tampoco es de mucho hablar. Incluso el día que la llevó a la cama, No le dijo una palabra. Ella sabía y se dejó llevar.

Alguna vez, en el oscuro hotel que se puede permitir, ella le pregunta por su familia. Él le cuenta quienes son. No hace falta explicarle como viven, más de una vez, se encontraron en los alrededores de la villa. Ella insinúa tímidamente, que lindo sería conocerlos. El está de acuerdo, periódicamente se dice a sí mismo que tiene que hablar con su madre y llevarla a tomar mate. Unan noche, su madre, le dice simplemente:

- Te buscan.

- ¿Quién?

- No sé. Espero que no esté preñada de vos

Así se incorpora ella a la familia y él tiene que hacerse responsable de dos vidas.

- ¿Y si no para?

- Va a parar, estoy seguro

No es que le asuste la responsabilidad. No la quiere. Al hablarle a la chica, todas las miradas convergen hacia él. El señor elegante, le oprime el brazo, en señal de adhesión. Algunos inician un movimiento de acercamiento y en ese momento se ven las luces de la próxima estación. La joven bonita pregunta:

Sorpesivamente, antes de llegar a la estación, el tren se detiene. Las luces se apagan, Hay algunos sonidos apagados; corridas, algún quejido, gritos dando valor, amenazas. Luego, silencio. Las luces se encienden, todo está aparentemente igual, sólo que no están todos. Casualmente los que faltan, son los que buscaban una salida

Prefiere no pensar en lo que pueda significar. Repasa lo que se propone. Esperar a que se abran las puertas, que empiecen a subir, cuando los primeros lleguen hasta su asiento, levantarse, Y sin apuro, dirigirse a la puerta más cercana. Fija su atención en ella, no se molesta en mirar a la multitud que aguarda en el andén. Siente funcionar los frenos, el resoplido del sistema que acciona las puertas, estas se abren. Enmarcado en primera fila, aguardando subir, está el muchacho que había escapado en la estación anterior.

Comienza una vez más, la invasión incesante y metódica. Mujeres, hombres, adolecentes, niños. Ve a las puertas, como unas bocas enormes, riéndose a carcajadas, sólo que emiten gente en lugar de sonidos.

El andén queda vacío y parten una vez más. No se atreve a mirar a sus compañeros. Lo hace disimuladamente, la joven bonita no está. Su lugar está ocupado por un señor de mediana edad. El caballero elegante mira al vacío. El joven de vaqueros espera instrucciones.

La punta de un clavo ardiente le sube por la columna vertebral. Al llegar a la nuca se desplaza hacia su garganta y paladea el agrio sabor del terror. El subte se detiene, la ya habitual multitud ingresa y se ubica donde razonablemente no hay lugar.

Se forman grupos. El más cercano, bloquea las puertas del lado contrario al andén.

Hay una continuidad de situaciones, a las que la mayoría parece acostumbrarse sin hacr preguntas. Paradas donde no hay ninguna estación, luces que se apagan, pasajeros que ya no están. Y una multitud que prefiere no enterarse.

Se suceden estaciones, con muchedumbres ingresando dócilmente. Los pasajeros originales se confunden con los nuevos en diferentes grupos. Debe ser el único que se mantiene aislado. Esto llama la atención de los demás, no le gusta, pero prefiere mantenerse solitario.

Una estación más. Pero no hay multitud. Para ser preciso, no hay nadie. El tren se detiene, las puertas se abren; una idea lo atraviesa como una gota de hielo en el cerebro. Ahora es el momento.

Por el fondo del andén, unos uniformados, con conjuntos enterizos, del tipo que usan las grandes corporaciones, ingresan al mismo tiempo, por todas partes. Hacen algo en las ventanillas. Ahora entiende, no parecen son pantallas de televisión, y a partir de este momento, funcionan. Mientras unos instalan y prueban, otros acomodan videocaseteras y paquetes de películas. Termina todos al mismo tiempo y se retiran.

Las tensiones se disuelven en las imágenes de los televisores, como si cada uno se acomodara en su definitivo lugar. Periódicamente las películas son interrumpidas por breves informativos, donde se explica que todo está normal, que hay que mantener la calma y el orden. Él se mantiene aislado, tratando de evitar caer en esa trampa. Aunque… ¿Qué podía hacer para evitarlo?

Despertó con un fuerte dolor de cabeza, que anunciaba una gripe. Pensó en decirle a su madre, que avisara al trabajo, pero su severo llamado le apagó la intención. A la hora de salida, cuando fue a lavarse en el baño de la fábrica, se encontró con una barra que salía a festejar. El Mocho había ganado la reelección como delegado.

Le tienen gran respeto al Mocho, por eso, aunque su madre siempre le dice que no se meta en nada, decide acompañarlos, Cuando vuelven, con algún vino demás, a la entrada de la villa, los para un patrullero. Sin demasiadas preguntas, los llevan. Frente a la sórdida pared de un calabozo, piensa que eso le pasa por no hacer caso a su madre.

Otra estación, aparecen los uniformados. Aunque es difícil reconocerlos, de tan impersonales, está seguro que son los mismos. Ahora traen expendedoras de alimentos, bebidas, café, Piensa que es una buena idea. Luego se estremece, eso significa que esto viene para largo. Cuando la mayoría se hubo servido de las máquinas, decide aprovechar la situación y comer algo como la gente, total, Es gratis.

Lo siguiente fue cambiar los duros asientos por butacas reclinables; instalar mesitas; estantes, donde suele estar el portaequipaje.

Cada vez que finaliza una película, es un centro de atención, hasta que se distraen, eligiendo un nuevo programa. Hay un momento en que se siente en peligro. Terminada la película del grupo que está detrás suyo, se toman un tiempo para servirse alimentos y bebidas. En la medida en que pasan a su lado, se quedan mirándolo. En ese momento, también finaliza del otro lado del pasillo y casi de inmediato la que está al lado de la puerta de adelante.

Todos detienen su actividad y concentran su mirada en él. La situación es tensa, todos los pasajeros del vagón, se quedan observándolo. De pronto, alguien acciona la máquina de bebidas y como si su sonido fuera una señal, todos vuelven a lo suyo. Siente temblor en las piernas y una gota de sudor pasa por su ojo derecho.

Cuando suben una vez más, los impecables uniformados, dos de ellos se detienen frente a él. Hace un enorme esfuerzo por ignorarlos. Esfuerzo que le anuda los nervios hasta hacerle sentir un fuerte dolor en la espalda. Reúne fuerzas para devolver la mirada. No encuentra nada. Ni reproche ni alarma, ni amenaza ni simpatía. Como se puede mirar a una cucaracha, calculando si vale la pena buscar el insecticida o simplemente pisarla. Lo terrible y miserable, es que él se siente una cucaracha.

Los uniformados se pierden de vista. Los demás terminan su trabajo. Cierran con tabiques, el espacio ocupado por cada grupo. Son a prueba de ruidos, no se mezclan las voces de sus ocupantes ni de las diferentes películas. Queda incluido en uno de ellos, sólo, pero adentro.

El subterraneo se pone en marcha. Le queman las miradas de los dos uniformados. Por un segundo, son reemplazadas por las del pasajero que intentó fugarse. Quiere evocar los ojos de su madre, y no puede; los de su hijo, y no puede. Busca en que centrar su propia mirada para evitar el acoso e intenta concentrarse en los títulos de la película que está por comenzar. Es de guerra, siempre le gustaron las películas de guerra. No importa quién pelee ni quien gane. Busca una butaca más cercana para ver mejor. El subterráneo aumenta su velocidad.

De pronto se detiene, las luces no se apagan. Esto exige que todos tengan que ver aunque no quieran. Mirarse, preguntar qué pasa. Algunos se atreven a acercarse a las ventanillas o a las puertas. Surge un rumor que circula rápidamente por el subterráneo. Algo en las vías impide el paso. Muy a su pesar, se asoma a una de las ventanillas. Comprueba que, efectivamente, hay algo, allí adelante, como una barrera que no permite avanzar. son pañuelos blancos.