Como pasan los años

Como pasan los años
Te estoy mirando

domingo, 21 de septiembre de 2008

Viaje en subte

Entra al subterráneo con el mismo cansancio con que llega al trabajo, todas sus mañanas. Prefiere viajar en colectivo. Los ruidos son más habituales, bocinas, disquerías, caños de escape. El atronador y monótono ruido del subterráneo, impone un silencio humano que muy pocos se atreven a interrumpir.

A pesar de los años en Buenos Aires, tiene presente a su gente en su pueblo tucumano. Allí, el hombre enfrenta la imponencia de los cerros, o la distancia de los valles, y lo resuelve a los gritos, para tener presencia en la inmensidad.

En la ciudad, se calla. Cede espacio a los ruidos de las máquinas. De tanto en tanto, la ciudad estalla con violencia. A la agresión sin nombre ni apellido, suma la de unos contra otros.

Delante de él, está sentada una muchacha bonita, coquetamente vestida. Piensa en su mujer, anoche, en el mínimo espacio de comer agotado, le comentó haber visto unos zapatos en oferta. Si los compra, no llegan al veinte. Y no hay vales antes de esa fecha.

¿Qué estación será la que pasó? Once no puede ser, ahí sube y baja mucha gente. Estaba tan distraído que no se fijó en que estación estaban ¡Sería el colmo que se pase ¡ ¡Esta maldita costumbre de salir con el tiempo justo!

Observa a su alrededor. Casi todos tienen la misma expresión confusa que supone debe ser la suya. En la mirada de la joven bonita cree notar una chispa de temor. Bueno, pasarse de parada no es para tanto.

Están llegando a una estación. El subte no disminuye la marcha. Pasa con tal velocidad que no tiene tiempo de leer algún cartel indicador. Si no fuera absurdo, diría que no hay ninguno . Se siente desubicado, luego recuerda que después de Once, hay una estación clausurada. La chica intenta una pegunta o decir algo a la señora sentada a su lado. Esta, asiente con la cabeza y desvía su mirada hacia la ventanilla. Él acompaña su mirada y cree notar algo particular en ellas. Son más pequeñas que las habituales; hay algo más, algo que atrae la mirada. ¡Claro! Tienen la forma de una pantalla de televisión. ¡Qué cosa! Seguramente alguien habrá descubierto que eso produce algún efecto en los pasajeros.

Distraído, cree reconocer imágenes en la pared del túnel Cerros. ¡Cuánto hace que no los ve!

Nunca había viajado; cuando su madre dice: Buenos Aires, trata de imaginarse un lugar más lejano que el pueblo donde compran mercadería, el día de pago. El viejo y familiar colectivo, que toca bocina cuando pasa por la canchita, los lleva hasta la enorme estación provinciana. Corridas, apretones, la ansiosa búsqueda de sus asientos, acomodar sus bultos, hasta que por fin, quedan acomodados para el viaje.

Nadie le había dicho que los cerros se mueven. Sin embargo pasan, cambian de lugar, se esconden, unos detrás de otros. Cuando se acercan al primer pueblito, cree que es el suyo. Luego, podrá descubrir cuantas veces se repite. Ve a su vieja barra, que todavía no tiene tiempo de extrañar. Dos pueblitos después, reaparecen. Incluso él mismo, corriendo y gritando al costado de las vías. Se acuerda que José no le devolvió el rollo de hilo que usa de sedal cuando van a pescar al arroyo. Quiere gritar, saludar, pero se lo impide el vidrio de la ventanilla, que su padre cerró, por las nubes de tierra que los envuelve.

Algunos pasajeros se amontonan frente a las puertas. La señora sentada frente a él, permanece rígida, reza en silencio, mirando al vacío. La joven bonita, estira su cuerpo por encima de la señora, para mirar por la ventanilla. Esto le permite una amplia visión de sus bien formadas piernas, de todas maneras no demasiado ocultas por la pollerita corta. En medio del vagón, una parejita se abraza y se ríe.

La velocidad del subte aumenta. El ruido es insoportable, Se levanta de su asiento. Un señor muy bien vestido, que disimula sus canas, le toca el hombro desde atrás. Al darse vuelta, lo encuentra mirándolo fijo a los ojos, mientras le suelta sobre sus narices, un alud de palabras. Sólo escucha fragmentos. A su costado, en el asiento inmediatamente posterior al que él ocupa, hay una señora con tres chicos. Dos lloran, mientras el mayor, doce o trece años, está concentrado en subir y bajar el freno de emergencia.

Pasan una estación, tan velozmente que apenas la puede entrever. Con la misma velocidad que el tren, avanza la tarde. En medio del cansancio y su asombro, ni se da cuenta cuando cae la noche. Probablemente se durmió con el crepúsculo y despierta en las sombras. Intenta ver algo por la ventanilla y sólo encuentra una cortina negra. Todo queda en manos de la noche. De vez en cuando, aparece, siempre a lo lejos, alguna luz. Imagina que son centinelas que deja la gente para cuidar la tierra. Su madre está despierta. Busca acurrucarse en ella, que lo mira con una mínima sonrisa.

- Mamá ¿Cuándo vamos a volver a casa?

Ella lo mira con tristeza.

- No lo sé m’hijo, algún día

- ¿Qué vamos a hace en buenos Aires?

- Vamos a ver, hijito, lo que podamos.

La ciudad los aguarda con sus fauces húmedas de smog y restos de ilusiones entre los dientes.

Las estaciones pasan, como pegadas unas a otras. La ausencia de información, aumenta el desconcierto. Surgen gritos, desmayos, corridas, aislados ataques de histeria que desembocan en una reacción colectiva, quedando muy pocos a salvo. Poco a poco se serenan, vuelven a sus asientos como chicos avergonzados. Hay quienes resisten. Permanecen frente a las puertas, recorren las ventanillas con los dedos, una y otra vez, buscando el resorte mágico que las abra. Buscan apoyo con la mirada, hasta que terminan por sentarse.

Vuelve a su lugar, junto a sus compañeros de viaje. Por supuesto, no están intactos, la señora tiene desarmado el duro rodete, desgarrada una media, en la rodilla de rezar, y un desgarrón no tan evidente pero mucho más grave en su misticismo. A la joven bonita, le falta un botón de la camisa, tiene corrida la pintura de los ojos y la pollera arrugada, producto de una brutal caída y haber estado a punto de ser salvajemente pisoteada. Recién se da cuenta, que el señor bien vestido, que oculta sus canas, va sentado a su lado. Ya no es el mismo. Su traje no luce descuidadamente elegante, su piel se marchita, como el pétalo de una flor, en un trabajo d fotografía acelerado.

Un hombre obeso, sentado pasillo por medio, frente a la imposibilidad de sostener un diálogo con sus compàñeros de asiento, exclama, levantando la voz.

- ¿Alguien sabe adónde vamos?

El silencio de los pasajeros se hace espeso. Un adolescente de vaqueros y cabellos largamente despeinados, explota. -

. ¡Yo no quiero ir a ninguna parte! ¡Será mejor que alguien detenga esto o…

Su voz se va apagando y su postura de desafío se disuelve en una actitud de súplica. se desata una catarata de voces, donde se entrelazan maldiciones, inovaciones mìsticas, llamados a la cordura, protestas.

El vocerío es infernal. Llantos de decepción, llamados, gritos de reencuentro. Ellos en medio, sin nadie a quien abrazar ni de quien esperar una bienvenida. Sólo una dirección en un pedazo de papel. El paso fugaz, por una ciudad, con edificios que parecen atravesar el cielo. Luces, como jamás llegó a ver en su vida. Multitudes, y un concierto atroz. Luego, un lugar más emparentado con su pueblo. Calles de tierra, ranchos, hombres y mujeres de piel oscura, el aire es otro, le falta azul. Los gritos no son cordiales, sino agresivos. El horizonte no tiene cerros, sino edificios que los rodean y vigilan con sus múltiples ojos, desde su imponente altura.,

Ojos, así la parecieron al principio las luces rojas y amarillas que pasan pegadas a las paredes del túnel. Un momento. ¿Cómo puede distinguir las luces a tamaña velocidad? Comprueba que el subte está desacelerando. Se hacen visibles las paredes, la oscuridad adopta formas, un susurro recorre el vagón ¡Una estación! Se afirma tenso, en el borde de su asiento, listo para bajar en cuanto la trampa subterránea se detenga., Calcula la posibilidad de pararse frente a la puerta, pero por una parte, el temor a la frustración ¿Y si no para? Por otro lado, el maldito prejuicio de quedar en ridículo. Lo mejor es esperar que se levanten otros.

La multitud desborda la estación. El tren para, las puertas se abren y comienzan a ingresar. Sin apuros, demoras ni confusiones. Un espectáculo que parece no terminar jamás. Es imposible que suban todos., Sin embargo pasan, se acomodan. Buscando una explicación, se le ocurre que quizás, agregaron algún vagón.

Un hombre joven, se levanta, se mezcla con la gente que busca lugar, se acerca a una puerta y en el preciso instante en que el subte arranca, salta al andén. Cuando su rostro pasa frente al evadido, se miran a los ojos. El maldito insolente, los dejó con su cobardía en la vidriera.

Le llama la atención no ver a ninguna de los que intentabanabrir las puertas. Los busca con la mirada, simplemente no están.

Se perfila entre los primitivos viajeros, dos reacciones: unos, a quienes el episodio resulta el golpe demoledor, ya no intentarán rebelarse. Otros, se afirman en su intención de buscar una salida.

El ingreso de la multitud, hace más difícil la comunicación. La joven bonita va recomponiendo su figura. Sus mejillas retoman color y una chispa animosa pugna por afirmarse en sus pupilas. La señora se sumerge definitivamente en su Nirvana privado. El señor a su lado, trata de reponerse. El jovencito de vaqueros, emite intermitentes y desesperadas señales, buscando apoyo. Los ojos del pasajero evadido, clavados en los suyos, lo obligan a alentar al muchacho. Instantáneamente, este endereza su cuerpo, se afirma en su asiento y mira con firmeza a su vecino. Ya no se puede desprender, el chico está bajo su responsabilidad. El hombre obeso, no se da siquiera la posibilidad de resistir. La parejita sigue tomándolo todo a risa.

La joven bonita lo está mirando ¿Qué pasa? ¿Otra protegida? Esto le pasa por meterse donde no lo llaman. Inútilmente trata de no mirarla. Ella inicia una sonrisa, con un aleteo de sus pestañas, como un pájaro asustado. No tiene más salida que responder a la sonrisa. Alarmado, escucha su propia voz:

- Tranquila, en la próxima estación bajamos

- ¿Cómo vamos a hacer?

La voz responde a su figura, chiquita y dulce. Él se ve una vez más, en la obligación de asumir respuestas.

- Como el que se bajó recién. Cuando empiecen a subir, nos mezclamos con ellos

Se pregunta cómo sabe que en la próxima estación, subirá más gente, o que habrá una nueva estación. De algún modo, siente que lo sabe, ella también.

Esa chica está tan desamparada como él. Se encontraron en el momento justo, para darse cuenta cada uno, de la existencia del otro. Siempre tuvo el maldito problema de no saber que decir a una mujer. Con ella es distinto, no es que le suelte la lengua, ella tampoco es de mucho hablar. Incluso el día que la llevó a la cama, No le dijo una palabra. Ella sabía y se dejó llevar.

Alguna vez, en el oscuro hotel que se puede permitir, ella le pregunta por su familia. Él le cuenta quienes son. No hace falta explicarle como viven, más de una vez, se encontraron en los alrededores de la villa. Ella insinúa tímidamente, que lindo sería conocerlos. El está de acuerdo, periódicamente se dice a sí mismo que tiene que hablar con su madre y llevarla a tomar mate. Unan noche, su madre, le dice simplemente:

- Te buscan.

- ¿Quién?

- No sé. Espero que no esté preñada de vos

Así se incorpora ella a la familia y él tiene que hacerse responsable de dos vidas.

- ¿Y si no para?

- Va a parar, estoy seguro

No es que le asuste la responsabilidad. No la quiere. Al hablarle a la chica, todas las miradas convergen hacia él. El señor elegante, le oprime el brazo, en señal de adhesión. Algunos inician un movimiento de acercamiento y en ese momento se ven las luces de la próxima estación. La joven bonita pregunta:

Sorpesivamente, antes de llegar a la estación, el tren se detiene. Las luces se apagan, Hay algunos sonidos apagados; corridas, algún quejido, gritos dando valor, amenazas. Luego, silencio. Las luces se encienden, todo está aparentemente igual, sólo que no están todos. Casualmente los que faltan, son los que buscaban una salida

Prefiere no pensar en lo que pueda significar. Repasa lo que se propone. Esperar a que se abran las puertas, que empiecen a subir, cuando los primeros lleguen hasta su asiento, levantarse, Y sin apuro, dirigirse a la puerta más cercana. Fija su atención en ella, no se molesta en mirar a la multitud que aguarda en el andén. Siente funcionar los frenos, el resoplido del sistema que acciona las puertas, estas se abren. Enmarcado en primera fila, aguardando subir, está el muchacho que había escapado en la estación anterior.

Comienza una vez más, la invasión incesante y metódica. Mujeres, hombres, adolecentes, niños. Ve a las puertas, como unas bocas enormes, riéndose a carcajadas, sólo que emiten gente en lugar de sonidos.

El andén queda vacío y parten una vez más. No se atreve a mirar a sus compañeros. Lo hace disimuladamente, la joven bonita no está. Su lugar está ocupado por un señor de mediana edad. El caballero elegante mira al vacío. El joven de vaqueros espera instrucciones.

La punta de un clavo ardiente le sube por la columna vertebral. Al llegar a la nuca se desplaza hacia su garganta y paladea el agrio sabor del terror. El subte se detiene, la ya habitual multitud ingresa y se ubica donde razonablemente no hay lugar.

Se forman grupos. El más cercano, bloquea las puertas del lado contrario al andén.

Hay una continuidad de situaciones, a las que la mayoría parece acostumbrarse sin hacr preguntas. Paradas donde no hay ninguna estación, luces que se apagan, pasajeros que ya no están. Y una multitud que prefiere no enterarse.

Se suceden estaciones, con muchedumbres ingresando dócilmente. Los pasajeros originales se confunden con los nuevos en diferentes grupos. Debe ser el único que se mantiene aislado. Esto llama la atención de los demás, no le gusta, pero prefiere mantenerse solitario.

Una estación más. Pero no hay multitud. Para ser preciso, no hay nadie. El tren se detiene, las puertas se abren; una idea lo atraviesa como una gota de hielo en el cerebro. Ahora es el momento.

Por el fondo del andén, unos uniformados, con conjuntos enterizos, del tipo que usan las grandes corporaciones, ingresan al mismo tiempo, por todas partes. Hacen algo en las ventanillas. Ahora entiende, no parecen son pantallas de televisión, y a partir de este momento, funcionan. Mientras unos instalan y prueban, otros acomodan videocaseteras y paquetes de películas. Termina todos al mismo tiempo y se retiran.

Las tensiones se disuelven en las imágenes de los televisores, como si cada uno se acomodara en su definitivo lugar. Periódicamente las películas son interrumpidas por breves informativos, donde se explica que todo está normal, que hay que mantener la calma y el orden. Él se mantiene aislado, tratando de evitar caer en esa trampa. Aunque… ¿Qué podía hacer para evitarlo?

Despertó con un fuerte dolor de cabeza, que anunciaba una gripe. Pensó en decirle a su madre, que avisara al trabajo, pero su severo llamado le apagó la intención. A la hora de salida, cuando fue a lavarse en el baño de la fábrica, se encontró con una barra que salía a festejar. El Mocho había ganado la reelección como delegado.

Le tienen gran respeto al Mocho, por eso, aunque su madre siempre le dice que no se meta en nada, decide acompañarlos, Cuando vuelven, con algún vino demás, a la entrada de la villa, los para un patrullero. Sin demasiadas preguntas, los llevan. Frente a la sórdida pared de un calabozo, piensa que eso le pasa por no hacer caso a su madre.

Otra estación, aparecen los uniformados. Aunque es difícil reconocerlos, de tan impersonales, está seguro que son los mismos. Ahora traen expendedoras de alimentos, bebidas, café, Piensa que es una buena idea. Luego se estremece, eso significa que esto viene para largo. Cuando la mayoría se hubo servido de las máquinas, decide aprovechar la situación y comer algo como la gente, total, Es gratis.

Lo siguiente fue cambiar los duros asientos por butacas reclinables; instalar mesitas; estantes, donde suele estar el portaequipaje.

Cada vez que finaliza una película, es un centro de atención, hasta que se distraen, eligiendo un nuevo programa. Hay un momento en que se siente en peligro. Terminada la película del grupo que está detrás suyo, se toman un tiempo para servirse alimentos y bebidas. En la medida en que pasan a su lado, se quedan mirándolo. En ese momento, también finaliza del otro lado del pasillo y casi de inmediato la que está al lado de la puerta de adelante.

Todos detienen su actividad y concentran su mirada en él. La situación es tensa, todos los pasajeros del vagón, se quedan observándolo. De pronto, alguien acciona la máquina de bebidas y como si su sonido fuera una señal, todos vuelven a lo suyo. Siente temblor en las piernas y una gota de sudor pasa por su ojo derecho.

Cuando suben una vez más, los impecables uniformados, dos de ellos se detienen frente a él. Hace un enorme esfuerzo por ignorarlos. Esfuerzo que le anuda los nervios hasta hacerle sentir un fuerte dolor en la espalda. Reúne fuerzas para devolver la mirada. No encuentra nada. Ni reproche ni alarma, ni amenaza ni simpatía. Como se puede mirar a una cucaracha, calculando si vale la pena buscar el insecticida o simplemente pisarla. Lo terrible y miserable, es que él se siente una cucaracha.

Los uniformados se pierden de vista. Los demás terminan su trabajo. Cierran con tabiques, el espacio ocupado por cada grupo. Son a prueba de ruidos, no se mezclan las voces de sus ocupantes ni de las diferentes películas. Queda incluido en uno de ellos, sólo, pero adentro.

El subterraneo se pone en marcha. Le queman las miradas de los dos uniformados. Por un segundo, son reemplazadas por las del pasajero que intentó fugarse. Quiere evocar los ojos de su madre, y no puede; los de su hijo, y no puede. Busca en que centrar su propia mirada para evitar el acoso e intenta concentrarse en los títulos de la película que está por comenzar. Es de guerra, siempre le gustaron las películas de guerra. No importa quién pelee ni quien gane. Busca una butaca más cercana para ver mejor. El subterráneo aumenta su velocidad.

De pronto se detiene, las luces no se apagan. Esto exige que todos tengan que ver aunque no quieran. Mirarse, preguntar qué pasa. Algunos se atreven a acercarse a las ventanillas o a las puertas. Surge un rumor que circula rápidamente por el subterráneo. Algo en las vías impide el paso. Muy a su pesar, se asoma a una de las ventanillas. Comprueba que, efectivamente, hay algo, allí adelante, como una barrera que no permite avanzar. son pañuelos blancos.

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