Como pasan los años

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martes, 23 de septiembre de 2008

la calesita no se rinde

La calesita aparecía en el barrio sin que supiéramos como ni cuando. Simplemente aparecía.
A nadie le preocupaba que un minuto antes el lugar estuviera vacío. Un día desaparecía sin que jamás la viéramos partir. Llegábamos al baldío y la calesita no estaba; entonces jugábamos a la pelota, a las escondidas, como si no hubiéramos pensado siquiera en ella.
Parece que sin haber terminado de partir, estaba llegando. Y con el último anuncio de su llegada, había comenzado a partir.
Cuando fuimos invadidos por los enanos del olvido - Los que no saben reír – entre muchos daños que nos hicieron, nos robaron la memoria. Por eso es necesario contar cosas que todos sabíamos pero que no nos dejan recordar.
Cuando nos robaron la memoria, la calesita quedó suspendida en el tiempo de partir, sin tener adonde volver. A veces, andando por las calles de algún barrio lejano y desconocido (donde siempre hay refugio para silbidos a las muchachas y pájaros melancólicos) la vemos aparecer fugazmente, buscando un tiempo y un lugar para llegar. A nadie se le ocurría preguntar de donde venía ni quién la traía.
Los mayores creían que la música salía de un disco, porque cuando crecen se alejan de la inocencia. No les está permitido ver la magia cotidiana. En realidad la música era interpretada por una banda de jocosos duendes que bailaban, tocaban sus instrumentos y nos hacían guiños desde el techo de la calesita.
Si los mayores hubieran podido andar por los potreros, baldíos, esquinas, de todos los barrios y los pueblos, estar al mismo tiempo por todos esos lugares, hubieran descubierto el principio del misterio.
Pero todos sabemos (aunque no nos acordamos) que eso sólo lo hacen los nobles ancianos - los que custodian la ternura del hombre - y los hermanos mayores - que descansan en el sueño donde el principio y el final juegan a ser dioses y por desconocido le llamamos muerte.
Por eso nunca se dieron cuenta que todas las calesitas tenían los mismos caballitos, carrozas, elefantitos. Mucho menos supieron que los calesiteros que ofrecían la sortija, tenían la misma cara, la misma sonrisa, los mismos gestos. No podían saber que no había muchas calesitas, sino una sola que aparecía en todas partes al mismo tiempo.
Las mamás, los papás, abuelos, tíos, veían a su niño dar vueltas, sin darse cuenta que en cada giro pasaba un niño distinto, que venía de algún lugar lejano donde habían subido a la calesita.
Cuando éramos pibes (cosa que especialmente los enanos del olvido - los que no tienen ojos para no ver la vida - no nos dejan recordar), elegíamos el caballito blanco de ojos audaces, al ponerse en movimiento, se apartaba de la plataforma de madera y nos llevaba a galopar por las inmensas llanuras del país. Quizás, en medio de un malón. Tal vez, acompañando las largas jornadas de viejos arrieros.
Si acaso montábamos el caballito oscuro, nos podía llevar más lejos, a las praderas del norte, por ejemplo, cuando la única preocupación que tenían por allá era llevar carretas de un lado para otro, perseguir indios y salvar muchachitas rubias.
A veces ocupábamos bellas carrozas doradas y sin darnos cuenta en qué momento, saltábamos por las calles empedradas de las viejas ciudades de Jack London. Había llamas o guanacos que nos trasladaban a regiones totalmente desconocidas en las alturas andinas, con enormes valles y profundas quebradas, con niños, hombres y mujeres, con vestimentas nunca vistas por nosotros, ya que no aparecían en los libros de aventuras ni en las revistas de historietas. Y una música que no escuchábamos en nuestro mundo cotidiano. No teníamos modo de saber que estas llamas y guanacos nos llevaban de viaje por nuestras raíces, que los enanos del olvido - los que perdieron las manos por no saber hacer una caricia - ya nos habían robado, antes de robarnos la memoria.
Cuando la sortija se colgaba de un pequeño y ansioso dedo, bajo la atenta y compinche mirada del calesitero, significaba que la misión del viajero no había terminado, teniendo que volver a la región mágica que le había tocado y dejar las cosas en orden para el próximo visitante. Cuando los chicos lloraban que querían una vuelta más, los mayores no podían saber que el llanto era también de pena, por la tristeza del mundo fuera de la calesita.
En definitiva, éste era uno de los territorios libres de la maldad de los enanos del olvido - los que nunca fueron niños -. Como todo misterio que se respete, debía ser conocido sólo por un grupo de elegidos. Estos eran los chicos que viajaban en calesita, mientras estaban en ella. Al bajarse, se olvidaban de lo que les había sucedido. Pero no de sus emociones.
Los enanos del olvido - los que no tuvieron ni tendrán lugar permanente en el mundo - preocupados por no poder vencer la magia de la calesita, comenzaron a ocupar los lugares donde acostumbraban a llegar.
Fue una delirante carrera para encontrar lugares vacíos y construir bancos, financieras y muy especialmente playas de estacionamiento, porque es mucho más fácil dominar a quienes detienen su camino, por el mismo motivo que no se puede quitar la libertad a aquellos que mantienen su decisión de avanzar por la vida.
Estos baldíos, potreros, esquinas, eran los países del mundo de la Utopía. Sus habitantes fueron perseguidos. Las viejas y queridas pelotas de goma (aquellas pelotas rayadas) comenzaron a saltar los paredones pidiendo asilo a las vecinas rezongonas. Las bolitas (cachuzas, lecheras, aceritos, bolones) buscaron los hoyos dejados por los chicos y al arrojarse caían en agujeritos sin fondo, buscando la región de la niñez eterna. Los trompos de madera, astillados en cientos de combates, se unieron a las bolitas girando y ahondando los hoyos con sus púas. Los barriletes se soltaron de los piolines que los unían a la tierra y volaron al reino de los pájaros. Aquellos autitos rellenos con masilla, arreglaron sus ruedas gastadas en discutidas carreras y partieron en un viaje que no tendría llegada hasta que el hombre recupere su memoria y la calesita tenga donde llegar.
Aquellos que no lograron escapar, fueron capturados por los feroces enanos del olvido - los que se borraron las orejas porque odian escuchar a los demás - y nunca más nadie supo de ellos.
A pesar de avanzar en estos planes, los malvados no estaban seguros de vencer la magia de la calesita. Entonces decidieron prohibir ser niño. En un mundo inescrupulosamente diseñado, ser niño es inventar caminos que no llevan al éxito, sino al placer de andar con un par de golondrinas por zapatos, la sonrisa abrigando el pecho y el asombro despejando las zonas oscuras.
Por eso los enanos del olvido - los que no aprendieron a nacer, sólo a morirse - les temen a los niños. Por eso robaron los padres a sus hijos, los hijos a sus padres. Prohibieron a los músicos y poetas que proveían canciones a los duendes para dar ritmo mágico a la calesita y a todo aquel que tuviera oídos limpios para escucharlos. Secuestraron a los juguetes y ensuciaron los juegos. La mancha fue una culpa, la escondida un miedo, y el vigilante y ladrón un juego del revés.
Dicen los nobles ancianos - los que custodian la ternura del hombre - que habrá años de sequía. Rondarán los cuervos (esos viejos tramposos disfrazados de pájaros) para ocuparnos los nidos. Merodearán las ratas, comiéndonos los pasos (a veces se ponen vistosos uniformes, a veces se visten de ministros). Loros del país repetirán discursos de otros depredadores, que siempre viven lejos. Discursos que como buenos loros, siempre dicen lo mismo: -“Es tiempo de sacrificios” “Con paciencia se gana el cielo” “Es el destino del pobre”.
Sucederán largas lluvias, el viento nos mojará la cara y una tibia humedad envolverá nuestros brazos. Dicen los nobles ancianos que será el llanto de aquellos que duermen sin descanso, porque a ellos les robaron el nombre, el lugar del sueño. Lo mismo que a la calesita, los hicieron partir sin que nadie los viera, sin saber cómo ni cuando. Y borraron los lugares donde podrían volver.
Dicen que será el tiempo de salir a las calles, donde andarán los duendes que bailan, tocando sus instrumentos y alentando con sus guiños. Al compás de su música deberemos cantar.
Cuando un pueblo canta, la vida se estremece. Sacude la hojarasca y todo se renueva como después de un incendio. A medida que avancemos al calor del canto, en cada malvón florecerá una ternura. Los jazmines esparcirán un aroma nuevo con sabor a recuerdos. Cada espina de rosa tendrá la forma del rostro de algún hermano ausente. Las palomas unirán su vuelo hasta cubrir el cielo, recogerán la lluvia de lágrimas hasta formar un mar. Con él, inundarán las zonas del dolor y la tristeza.
Dicen que ese día, cuando se eleve el canto y la tierra despierte al sonar nuestros pasos, los bancos, financieras, todos los cubiles del desamor del hombre, se
derrumbarán hechos cenizas. Detrás de un infinito paredón que une el baldío de los recuerdos con la esquina de la esperanza, saltarán hacia nosotros las pelotas perdidas y habrá espacios libres para que la calesita termine de partir y vuelva.
Después será cuestión de avanzar y cantar. No olvidar el camino andado y por andar. Sembrar en los baldíos malvones con ternura. Al crecer cada día, guardar un pedacito del niño que dejamos. Entonces no habrá enanos ni olvidos que puedan invadirnos. Habrá mañanas en que al abrir la puerta, veremos a los jocosos duendes, bailar tocar sus instrumentos, anunciando que al barrio llegó la calesita

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