Como pasan los años

Como pasan los años
Te estoy mirando

domingo, 21 de septiembre de 2008

Ricardo y Rosendo

El viejo manejaba erguido, las dos manos en el volante, los ojos fijos en el camino.

Sin desviar la mirada, le indicó a Ricardo que lo iba a dejar en la confitería del club. Alrededor de la diez de la noche, lo estaría esperando, para llevarlo de regreso. Estaba acostumbrado, hacía años solía traer a Rosendo y lo esperaba hasta la madrugada.

Ricardo, sin saber que decir, asintió con un gesto. Miró hacia atrás y descubrió al perro negro, sentado en la caja de la camioneta.

Entraron al pueblo por una solitaria calle de tierra. El anciano detuvo al vehículo en una esquina, y le indicó como encontrar el club.

Al bajar de la camioneta, el anciano le entregó un paquete envuelto en papel de diario.

- Esto es suyo.

Lo vio alejarse, como si el tiempo lo estuviera llevando.

Se acercó a la luz de un farol, y comprobó lo que ya presentía: un revolver. Retiró el arma del papel, y lo guardó en la cintura.

A poco andar, descubrió que el perro avanzaba a su lado. Caminaron a la par, como dos compadres que saben que tienen un mismo destino.

Mientras caminaba, recordó a Rosendo. Se conocieron en un enfrentamiento con una patota.

Rosendo enfrentó al cabecilla, pegándole un sopapo. No una trompada, el sopapo que se le aplica al chico revoltoso. Luego, generosamente, les dio la espalda para permitirle retirarse con un mínimo de dignidad.

La calle estaba más concurrida, en la medida en que se acercaba al centro. Varias veces, al cruzarse con alguien, percibía una mirada de sorpresa. Sonrió para sus adentros, pensando hasta que punto, un forastero puede llamar la atención.

Encontró el club, Era inconfundible. Desde la línea de edificación, una corta escalinata se extendía por todo el frente. Conducía a una terraza de grandes mosaicos decorativos y ocupada por mesas de metal, flanqueadas por copiosas plantas. Altas puertas de vidrio, con el nombre y el logotipo del club, permitían la visión de un elegante bar.

Era un anochecer de primavera, que guardaba restos de la pesadez de la tarde tucumana. En la terraza había pocas mesas ocupadas.

Mientras observaba al club desde la vereda, volvió a surgir el recuerdo de Rosendo. Su presencia no admitía grises, era aceptado o rechazado, no admitía la indiferencia.

En sus conversaciones, fue más lo que contó, que lo que escuchó. Supo que era de una ciudad del sur de Tucumán. Que de chico fue rebelde y callejero, quizás por eso, apenas adolescente, se comprometió con la militancia política.

Franqueó las puertas de vidrio y penetró en el bar. Escuchó los ruidos característicos de mesas de billar, ocultas por una mampara. Al fondo, jugadores de ajedrez, dominó, naipes. En las mesas más cercanas, grupos, parejas, incluso algunos sentados solos, pero no solitarios. A la derecha, la larga barra del bar, revestida en cuero, gastado por los años, sin perder la elegancia.

Se acomodó en una alta banqueta, dando la espalda al mostrador. Adivinando la presencia del mozo detrás suyo, pidió una ginebra.

Recuerda su reencuentro con Rosendo. Una calurosa y húmeda tarde de Buenos Aires, entró a un bar, a tomar algo fresco. Un brazo que se levanta y la mano de Rosendo, que le indica que se acerque.

Una vez más, Ricardo se encontró haciendo confidencias. Con certeras preguntas, Rosendo lo condujo a un balance de su vida.

Separado, sin hijos, sin amigos. La mitad de su vida en una oficina, manejando papeles inútiles.

Convirtieron en una costumbre, encontrarse una vez por semana. A Ricardo le incomodaban estos encuentros. Él estaba tranquilo, resignado con su vida vacía. ¿Qué necesidad tenía de revisar quién era?

Rosendo dejó asomar puntas del telón que cubría su vida. Algún problema serio en su pueblo, vinculado a su militancia. Anduvo por Salta, Córdoba, Rosario; un breve regreso a Tucumán.

Una noche le tiró la idea. Tenía una pequeña finca en su provincia. Sus padres habían muerto. La cuidaban unos parientes muy cercanos. ¿Porqué no iba Ricardo a hacerse cargo de la casa y de los campos?¿Qué lo retenía en Buenos Aires? Le dio una semana para pensarlo.

Un hombre de mediana edad, se acercó al mostrador y pidió la cuenta. La primera mirada sobre Ricardo fue casual. Al retirarse lentamente, contando el vuelto, giró y le clavó la vista, primero con duda, luego con sorpresa; finamente la mirada se hizo dura.

- ¿Qué hacés acá?

El tono de su voz, sumada a l cadencia de su tonada, acentuaba su

aire agresivo.

Ricardo, con toda calma, tomó el vaso del mostrador, bebió un corto trago, volvió a colocar el vaso donde estaba, y como al descuido, respondió:

- Ya lo ve, tomando una ginebra.

El hombre vaciló, regresó a la mesa que compartía con un grupo.

Hubo una rueda de curiosos en torno de ellos. Ricardo permanecía transparente de pura ausencia.

Frente a la propuesta de Rosendo, se sintió aturdido. Pensó en no presentarse a la cita. Era inútil, desde el principio supo que iba a aceptar. En diez días, Ricardo arreglaría sus cosas, Rosendo le facilitaría los papeles que legalizarían su presencia en la propiedad. Había un viejo matrimonio, lo habían visto nacer. El hombre le enseñaría todo lo necesario.

Un domingo a la noche, se despidieron en la terminal de ómnibus. Rosendo le aseguró que en menos de un mes, le haría saber donde escribirle. En el momento de subir al micro, le entregó un abultado sobre.

- Necesitás plata para explotar la finca. Después me rendís.

Ricardo durmió casi todo el viaje. Llegó por la mañana, con las primeras horas de actividad del pueblo.

Aún envuelto en sus recuerdos, tenía conciencia de lo que su presencia estaba causando.

Decidió no hacer preguntas y llegar a la casa con los datos que Rosendo le había facilitado. No fue difícil, siguió por la calle principal hasta salir del pueblo. La calle se hizo camino.

La multitud de cañas mecidas por el viento, enmarcadas por la imponencia de los cerros, le producía la sensación de seres extraños, que observaban impávidos, sus movimientos.

Encontró la vieja tranquera que le había sido descripta. Tuvo que caminar bastante hasta encontrar una sólida casa rural, rodeada de árboles, lo que la hacía invisible desde el camino.

Una ancha y fresca galería cubría el frente. Tenía tres ventanas de mediano tamaño, con rejas de hierro, artísticamente trabajado.

En el extremo más cercano de la galería, una robusta puerta de madera de dos hojas. Todo estaba limpio y cuidado.

Por la derecha de la galería, apareció un enorme perro negro, de raza indefinida, que avanzó hacia él, sin prisa ni señales de amenaza, detrás, una mujer de cabellos blancos. Luego, un hombre, también canoso, el rostro cubierto de arrugas, alto y erguido, a pesar de sus años.

El hilo de sus recuerdos fue cortado. Las puertas se abrieron, enmarcando a un grupo de hombres jóvenes. Uno de ellos se adelantó, seguido a corta distancia por el resto.

El perro negro entró detrás, echándose al lado de Ricardo.

El recién llegado, lo encaró decididamente

- Así que te atreviste a volver.

Ricardo lo miró impasible. El otro, con una rápida mirada buscó el

efecto de sus palabras, entre sus compañeros. Hubo una risita ahogada, tan solitaria que pareció un gemido.

El hombre notó que en el silencio de Ricardo, perdía terreno. Acortó la distancia. El perro gruñó.

- Parece que voy a tener que arreglar cuentas con un perro, después

con otro.

Ricardo, mirando al vacío, rompió su silencio.

- Mi perro me está diciendo que se cansó de escuchar estupideces.

Su voz, serena y reflexiva, sobresaltó a la

mayoría. Desde la puerta, un hombre de sienes canosas, cuyas ropas de paisano acaudalado, no lograban ocultar un aire militar, exclamó con voz de mando.

- ¡Ya basta Felipe! Está visto que el hombre no está en tren de provocaciones.

- ¡Perdone padrino! Pero esta historia hay que acabarla de una vez.

La mente de Ricardo se dividía en dos partes.

Una, escuchaba la discusión; la otra, seguía inmersa en sus recuerdos.

Luego del saludo con los ancianos, hubo una rápida explicación. Ricardo les mostró los papeles que autorizaban su presencia. Los miraron por compromiso.

El perro, mientras tanto, luego de dar unas vueltas a su alrededor, se echó a su lado. Cuando fue invitado a pasar, caminó a su lado, cosa que no dejaría de hacer en adelante.

El hombre le aclaró que ellos vivían en una pequeña casita, al otro lado del patio. Sin explicarse porqué, la idea de dormir solo, en esa enorme casa, le producía inquietud.

La anciana le enseñó las habitaciones, para que eligiera donde instalarse. Eligió una, al azar.

Al asomarse a la ventana, encontró al perro, echado al pie de la misma.

Cuando el casero regresó con el equipaje que había retirado de la terminal, le comentó que esa había sido la habitación de Rosendo.

La violencia de la discusión, lo arrancó de sus recuerdos. Con el vaso en la mano, giró hacia Felipe. Mirándolo de frente, le preguntó:

- ¿De qué historia hablamos?

- No te hagás el distraído. Vos eras un subversivo. No sé cómo te salvaste, pero si no hay justicia para ustedes, la hacemos nosotros.

El aire se detuvo a esperar la respuesta. Con un movimiento perezoso, se abrió el saco con la punta de los dedos. Ya ves, salí a dar una vuelta, y casualmente me vine preparado.

Hubo un instante que pareció una vida. Lo despertó de la siesta, el

silencio del crepúsculo.

Salió en busca de los viejos. Primero encontró al perro. Estaba frente a la puerta, esperándolo, con él a su lado, llegó a la cocina, donde estaba la anciana, con el mate preparado.

Ricardo preguntó sobre el lugar, su gente, ella le sugirió que se diera una vuelta por el pueblo. No le iba a llevar mucho tiempo conocerlos a todos. El marido, apareciendo, le aseguró que tendría la camioneta lista para llevarlo cuando lo dispusiera.

Ricardo, cediendo a un impulso, decidió que ese, era un buen momento.

Lo sucedido fue muy confuso, con versiones contradictorias.

Hay quienes aseguran que Felipe tiró primero. Otros, que fue algunos de sus acompañantes. No faltó el comentario de la intervención del padrino. Por supuesto, un sector atribuyó la responsabilidad a Ricardo.

De todas maneras, después de las corridas y el desorden, Ricardo permaneció un momento apoyado en el mostrador. En medio de la niebla que le turbaba la vista, pudo ver a Felipe que doblaba poco a poco las piernas, hasta quedar de rodillas, estirar el brazo para detener la caída, y derrumbarse.

Despertó en una cama del viejo hospital de pueblo. Con la vista fija en el techo, pensó que para un mal sueño, ya era bastante. Sintió calambres en el cuerpo y se negó a reconocerlos. Se obstinó en pensar que estaba soñando.

Hubo largos y tediosos días, asistido por médicos y enfermeras, que, sin mayor disimulo, le demostraban su afecto. Un abogado se presentó, y le informó que había sido designado para su defensa.

Ricardo le contó lo que sabía, No se guardó nada. Quizás, no sólo por sincerarse, sino por arrancarse un nudo de preguntas.

Una mañana, el abogado le propuso,

- Vamos a revisar algunas cosas. ¿Conoce a esta gente?

Le mostró una amarillenta foto. Ricardo, de una sola mirada los

identificó.

- Son los caseros de la finca de Rosendo.

El abogado lo miró pensativo. Luego, con gesto decidido, le explicó

- Mire amigo, usted sabrá lo que declara, yo me comprometí a defenderlo, y lo voy a hacer. Pero pongamos las cosas claras entre nosotros. Esta gente que me señala en la foto, son los padres de Rosendo. Murieron hace quince años, después del secuestro de su hijo. Felipe, el hombre que usted mató, era amigo de Rosendo, dicen que fue quien lo entregó. El padrino de Felipe, era un militar en actividad, precisamente en esta zona. Rosendo, después de ser secuestrado, no apareció más. Hará cosa de diez años, leímos en los diarios, que había muerto en un enfrentamiento. Estos son los hechos, si mantiene la historia que me contó, veremos que se puede hacer.

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