Como pasan los años

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lunes, 22 de septiembre de 2008

Parábola en gris

(La rebelión de los pájaros. Segunda parte)

La reunión de los pájaros se extendió días y días. Tanto tiempo que sería muy largo comentarla aquí. Quien esté interesado puede consultar las actas redactadas por las cotorras. Sus copias están guardadas como es natural, en los picos de las altas montañas donde la tierra se estira para besar al cielo.
Hubo rumores difundidos por urracas y loros barranqueros, que montada sobre bravas sudestadas se hizo presente una delegación de ángeles que, es obligado reconocerlo de acuerdo a los rumores, no se ajustaban mucho a la imagen ortodoxa de los ángeles. No eran sonrosados, no tenían rostros de querubines ni dulces expresiones. Eran morochos de mirada dura, franca y abierta, manos encallecidas, cuerpo macizo; pero eso sí, con alas. Son los ángeles guardianes de los humillados, que reclamaron su derecho a participar en la reunión por su condición de seres alados.
Dicen que hubo quienes intentaron oponerse, por que ésta una cuestión de pájaros y sólo ellos debían resolverla. Pero no tuvieron eco. Los ángeles aconsejaron buscar apoyo y solidaridad en todos los reinos de vida conocidos en la tierra y el agua.
Entonces partieron hacia todos los rumbos, los incorregibles vagabundos de los cielos, con gorjeos, graznidos, gritos, despertando al planeta. Todo el reino animal se sumó a la protesta. Hay otra forma de vida que alimenta y alegra al hombre desde su nacimiento: plantas, flores, árboles. Estaban enterados de la situación por los duendes de los bosques, que contaban todo lo que veían y escuchaban a los juguetones espíritus de las flores.
También el viento traía rumores e inquietudes que depositaba entre las ramas de los árboles. El reino vegetal decidió adherirse. Las flores pidieron al viento y a las abejas, que llevaran su polen lejos, donde ningún hombre de ciudad pudiera volver a verlas. También los árboles estrangularon sus propias raíces. Las plantas más pequeñas desaparecieron bajo tierra por los caminos subterráneos de las hormigas y volvieron a aparecer en lugares lejanos.
Se fue creando una ancha franja de vacío y silencio en torno de las grandes ciudades. El viento se detenía confuso y triste. No había hojas sueltas, ni pájaros ni mariposas con quien jugar. Así que se iba lo más rápido posible, convirtiéndose en una ráfaga violenta que golpeaba feroz las paredes, castigaba las manos y los rostros de quienes encontraba por las calles, dejando al retirarse mayor vacío y silencio.
El sol, enojado por esta situación, aparecía por las ciudades muy de vez en cuando. Los días que llegaba, lo hacía con todo su poder. Cada rayo era un dedo candente que obligaba a hombres y mujeres a buscar refugio. Como no había árboles que ofrecieran su sombra, debían hacerlo en el interior de los edificios.
Los habitantes de las ciudades aprendieron a temer a los espacios abiertos, encerrándose cada vez más en sus casas o en sus oficinas tristes y sombrías. Todo fue silencio y soledad. Las torres de cemento, hierro y vidrio, eran opacos esqueletos grises. Si alguien reía, sonaba como una nota falsa. Como un violín desafinado en medio de la noche. Los sonidos se unificaron en un ronco murmullo jamás quebrado por una nota aguda o cantarina.
El hombre fue acomodando su voz a este tono dominante, desarrollando sus conversaciones en susurros graves y monótonos. Como la forma tiene que ver con el contenido, sólo se hablaba de temas serios o de desgracias. Así fue que un día, cansada de ser dejada de lado, la alegría también se fue de las ciudades.
Todo fue tomando un color gris. Triste y frío gris de piedra. Las paredes descascaraban su pintura, dejando el cemento al descubierto. Los campanarios de las antiguas catedrales tañían grises campanadas petrificando los relojes. Los pasos de la gente se fueron haciendo gris. Sus voces eran grises y sus miradas grises sólo veían en gris. Por eso no pudieron darse cuenta que un día, las uñas se les ponían grises, luego los cabellos, también la piel se les puso gris, hasta que todos los habitantes de las grandes ciudades, aún los muy jóvenes, no sólo se veían sino que eran grises.
Todo, absolutamente todo en las ciudades tuvo un monótono e irremediable gris. Comenzó a suceder que alguien distraído, cansado o aburrido, se apoyaba en una pared. La pared era gris, el aire gris, el hombre gris. Sólo con mucha atención se distinguía su sombra. Pero la sombra de pronto se hacía gris y ya era imposible verlo, había desaparecido. El fenómeno se fue extendiendo y acelerando. Alguien se caía en la calle, un resbalón, un tropiezo, y su cuerpo gris caía sobre el cemento gris. Ya no volvía a levantarse ni aparecer jamás. Cruzando una plaza gris, despojada de árboles y pájaros, alguien decidía sentarse un momento sobre un banco de piedra. Tampoco volvía a aparecer.
A veces, en la minúscula soledad dentro de la multitud de hierro y piedra, alguien, por impulsos que no reconocía (habían olvidado sentir penas, alegrías, nostalgias, esperanzas), sentía una rara comezón en los ojos. Quería llorar y no sabía. Hacía mucho tiempo que tenían el corazón de piedra. En realidad fue lo primero. Allí, en el corazón de piedra comenzó esta historia.
El silencio, el gris, la soledad, avanzaron hasta apoderarse por completo de las grandes ciudades. El viento no se atrevía a cruzar por ellas, siendo reemplazado por un polvo ceniciento. La lluvia se cuidaba de caer lo más lejos posible. El sol desviaba sus rayos para no tocarlas. Hasta el tiempo se olvidó de pasar por las ciudades, de manera que la vida se olvidó que hubieran existido.
Los animales volvieron a sus medios naturales. Los pájaros recuperaron su costumbre de volar y cantar libremente por todos los cielos y los ángeles y duendes volvieron a sus asuntos que no podemos decir cuáles son, porque solamente ellos saben que hacen cuando no se ocupan de nosotros.
Esta historia debería terminar aquí, pero ¿cuándo no?, intervino una paloma. Una blanca paloma que llevada por el impulso de su propio vuelo, se encontró sobre una de aquellas olvidadas, silenciosas, inmóviles moles de cemento, hierro y vidrio. Se posó sobre la torre más alta, agitó sus alas blancas y comenzó a cantar. Las notas de su canto salieron en colores. El sonido y la luz sacudieron al tiempo detenido. Este bostezó, estiró sus brazos entumecidos.
Entonces llovió. Llovió más allá de los días necesarios para el milagro. Como si el tiempo se hubiera olvidado nuevamente. La lluvia carcomió el hierro de los colosales edificios, oxidó los barrotes. El moho cubrió las jaulas construidas por los cazadores, hasta que se disolvieron en un polvillo sucio que las aguas arrastraron por los canales del olvido.
Luego cesó la lluvia... y se hizo presente el viento. Fue un inmensurable tiempo de viento huracanado que volteaba estatuas, casi todas de célebres guerreros. Hubo años de suaves brisas sobre los duros perfiles de la piedra. Hubo vientos que silbaban dulces melodías estremeciendo al monótono gris y penetrando en los más recónditos rincones, en busca de los desaparecidos.
Luego, sin aviso, casi con prepotencia, llegó el sol. Pintó de amarillo las paredes, las calles, las chimeneas. Amarillos brillantes, suaves. Amarillos rabiosos, pálidos. Entusiasmado, el sol comenzó a jugar con su propia luz, creando reflejos azules, rojos, anaranjados, verdes.
El viento arrancó un pimpollo de rosa color sangre. Lo llevó hasta el centro mismo de la ciudad que se negaba a despertar. El gajo del pimpollo se introdujo en una grieta del pavimento. Al germinar y echar raíces, sacudió los cimientos de la ciudad que crujió de dolor. La ciudad lanzó un gemido que no podía ser escuchado con los oídos sino con el corazón. Todos los seres vivos se conmovieron. El tiempo se decidió a poner en marcha relojes y calendarios, y la vida, la vida plena, sin exclusiones, autorizó a las ciudades a hacerlo todo de nuevo.
El final de esta historia está en manos de cada uno de nosotros, para hacerlo y contarlo como nos parezca.

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